lunes, 27 de octubre de 2008

EL TEATRO DE LA ÓPERA

1º Premio en el Certamen JunínPaís2008
Consistente en $ 1.000,- en efectivo,
Certificado de Ganador,

Plaqueta, Diploma de Mención de Honor,
devolución del dinero del pasaje

Edición de 130 Libros de 70 páginas con mis cuentos,
de los cuales me entregarán 100 y el resto será
distribuido en Bibliotecas y Entidades Afines





El Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda, había estado cerrado durante más de un siglo. Las nuevas autoridades municipales decidieron que debían refaccionarlo, por tratarse de un monumento histórico. Reliquia que, con toda seguridad, le dejaría muy buenos réditos a la administración pública, y por qué no, a los bolsillos de los funcionarios de turno.

La noche de la inauguración actuaba la Orquesta Sinfónica Nacional de España, dirigida por el famoso músico Pedro Rafael de Villalobos, un señor de edad indefinida que vestía un traje de color negro mate con las solapas de raso, camisa blanca y un moño, también de raso negro, completaba el elegante atuendo. La sala estaba colmada. Cuando se abrió el telón de terciopelo rojo con guardas bordadas en oro y plata, la enorme agrupación orquestal lucía sus mejores galas en el flamante escenario.

Comenzó el concierto. Las notas se desgranaban sobre nosotros, como un torrente de frescas gotas de lluvia que nos empapaban el alma. Los músicos, absortos en sus instrumentos, parecían ignorar la ansiedad del público que los escuchaba embelesado. Me sentí transportada por esos maravillosos sonidos y cerré los ojos, mientras mi mente volaba lejos de esa sala, girando bajo un cielo azul intenso, donde brillaban millones de estrellas refulgentes como diamantes.

La música terminó y la multitud comenzó a aplaudir enfervorizada. El ruido de los aplausos me devolvió a la realidad. Abrí los ojos y los fijé en la enorme orquesta. Cada uno de los hombres y mujeres que la integraban, se había puesto de pie y saludaban con impecable corrección. Allá arriba me parecieron dioses. Enormes dioses generosos y magnánimos, que nos regalaban el virtuosismo de sus instrumentos. Cuando cesaron los aplausos, y los músicos volvieron a sentarse, el director levantó la batuta, mientras todos esperábamos anhelantes las nuevas melodías que nos llenarían de placer.

Entonces sonó una nota, sólo una nota que retumbó con furia contra las paredes del salón, cuya asombrosa acústica la devolvió aumentada. Aguda, sostenida, monocorde, se elevó por los aires un instante, y allí murió, débil e irrelevante, ante el asombro de todos los presentes.

El director titubeó un momento; carraspeó, y dio unos ligeros golpecitos con su batuta sobre el atril. Volvió a levantarla haciéndola girar levemente en el aire, mientras elevaba su brazo izquierdo con la mano abierta, dispuesto otra vez a conseguir una magistral actuación de su no menos magistral orquesta. Dio la orden para que comenzaran a tocar, y otra vez volvió a sonar esa nota aguda, atravesando el silencio, y clavándose como un dardo afilado en nuestros oídos. Quedamos petrificados en nuestras butacas. Era un sonido irreconocible. ¿De dónde venía? ¡Tal vez alguno de los músicos se había vuelto loco! No había otra explicación, pues el horrible sonido contrastaba por completo con la armonía anterior.

El hombre que dirigía la orquesta, trémulo de furia, barrió el escenario con sus ojos agrandados por el asombro. Ninguno de los músicos había movido un sólo músculo de su cuerpo. En medio del asombro que sentían, parecían estatuas de cera. El director, perdiendo la compostura les gritó que eso era un concierto y que no iba a tolerar ninguna falta de respeto. El público estaba como sobre ascuas, mientras los músicos permanecían estáticos. Observé que todos ellos miraban hacia el techo del teatro. Seguí su mirada, pero no noté nada en absoluto. Sólo la enorme araña con sus tenues luces, relucía en la semipenumbra.

La batuta del director volvió a pedir atención, tratando de reiniciar el concierto. Por tercera vez volvió a escucharse esa maldita nota; pero su sonido, esa vez fue tan fuerte, que estallaron todas las lámparas que iluminaban el recinto, dejándolo a oscuras por completo.

La gente comenzó a gritar espantada. Por el micrófono, un locutor pidió serenidad hasta que se encendieran las luces de emergencia. Fue entonces cuando el instrumento comenzó a sonar con infernal estridencia, en un extraño concierto desafinado y ensordecedor. En ese momento vimos una silueta de hombre con un sombrero de copa negro y una capa del mismo color que lo cubría del cuello a los pies, flotando sobre nuestras cabezas. Su cuerpo, iluminado por un resplandor rojizo, dejaba ver una trompeta que llevaba entre sus manos.

El sonido se tornó insoportable y los aterrorizados espectadores comenzaron a levantarse de sus asientos, corriendo hacia la salida gritando y atropellándose unos con otros, mientras se cubrían los oídos con las manos. Temblando como una hoja, quedé petrificada en mi butaca mientras contemplaba la dantesca escena iluminada por el rojo reflejo que cubría a ese espectro o aparición. No podía creer lo que estaba sucediendo. Cuando se encendieron las luces de emergencia, cesó el estruendo y como por arte de magia, el ente desapareció de nuestra vista, como sucede cuando una pompa de jabón estalla en el aire. En pocos minutos no quedaba nadie en el teatro. La gente huyó despavorida mezclada con el director y sus músicos, que escaparon dejando tirados sobre el escenario los valiosos instrumentos.

Al día siguiente los diarios locales y nacionales, hablaban de la reaparición en el Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda, del fantasma del músico austriaco Johann Van Stroffen, que fuera asesinado en ese mismo lugar en el año 1878. Referían la historia del músico y la leyenda que precedió al crimen. Van Stroffen era un muchacho de unos treinta años, alto y elegante, de cuerpo atlético y rostro de una belleza increíble, en el que se destacaban sus ojos de color azul violáceo. Tocaba en forma admirable la trompeta, habiéndose graduado con honores en el conservatorio de Viena. Llegó a la Argentina contratado para incorporarse a la Orquesta Sinfónica del Teatro, que por ese entonces dirigía el maestro Jacinto Hilarión Valverde, un señor de unos sesenta años, casado con Lucila López, una jovencita de apenas veinte, cuyos padres la habían entregado por interés a un hombre que le triplicaba la edad.

Johann se enamoró perdidamente de Lucila, y ella, que odiaba a su marido viejo y feo, al ver la belleza y prestancia del joven músico, también se volvió loca de amor por él.

Comenzaron una relación prohibida a escondidas de su esposo. Pero el señor Valverde no era tonto, y pronto descubrió la infidelidad. Sin embargo nada les dijo. Espero la oportunidad de vengarse, y no encontró mejor modo de hacerlo, que arruinando la carrera del joven que había traicionado su confianza. Una tarde en la que se encontraba tomando mate a la sombra de un viejo tilo, vio llegar al muchacho portando su instrumento para el ensayo que comenzaría en pocos minutos. Lo llamó con fingido afecto ofreciéndole compartir la estimulante bebida, mientras dándole la espalda, enterraba el pico de la bombilla entre las brasas ardientes del fogón, donde se calentaba la pava.

Johann no sabía tomar mate, pero por no despreciar al director, a quien temía bastante, aceptó. Apenas posó su boca en la bombilla casi al rojo, sus labios se adhirieron al hierro candente. El pobre muchacho dejó caer el mate y al quitarse la bombilla de la boca, trozos de sus labios quedaron pegados a ella. Desesperado, el joven lanzó un grito desgarrador.

El viejo director, simulando asombro y solidaridad, se ofreció a llevarlo al hospital para que lo curasen. Allí le dijeron que nunca más podría tocar la trompeta, pues la quemadura en su boca era de tal magnitud, que le había cercenado parte de la carne de sus labios. Valverde le dijo que lo mejor era que se volviera a su país, donde su familia lo ayudaría en tan difícil trance. Johann no aceptó irse, amaba demasiado a Lucila y no quería separarse de ella. Le rogó al director que le diese cualquier empleo en el teatro, y Valverde aceptó de mala gana, proponiéndose vigilar al muchacho y a su mujer día y noche.

Johann intentaba volver a tocar la trompeta, pero sus labios mutilados sólo le permitían arrancar horribles sonidos a su instrumento. Lloraba de pena y rabia pensando que con un accidente tan estúpido; había perdido la oportunidad de triunfar en la vida. Lucila lo consolaba a escondidas. El amor que se profesaban llegó a ser tan grande, que decidieron marcharse juntos de allí…, pero no lo consiguieron. Una noche, mientras ambos hacían el amor en uno de los camerinos que nadie ocupaba, un certero disparo en la cabeza, surgido de entre las sombras, terminó con la vida del muchacho. Nunca se supo quién fue el asesino, pero en el pueblo se rumoraba que lo había hecho Valverde, enterado del engaño.

Pocos días después, desesperada por la muerte de su amado, Lucila se quitó la vida arrojándose al correntoso río Rubí, que corre al sur de Villa Esmeralda.

Empezó una nueva temporada en el Teatro de la Ópera. El director, envejecido y amargado, dirigía la orquesta a duras penas. Los empresarios decidieron jubilarlo, y ofrecieron un concierto en su honor. Valverde se colocaría por última vez frente a sus músicos. Cuentan que aquella noche, cada vez que la orquesta finalizaba una obertura, se escuchaba una nota aguda que nadie sabía de dónde venía. Hasta que esa nota fue tan alta, que se apagaron todas las luces del teatro. Se dice que Valverde se dio vuelta para ver qué sucedía y en medio de la oscuridad vio a Johann, que trataba de tocar la trompeta con sus labios destrozados. De inmediato sufrió un infarto masivo que acabó con su vida. Al día siguiente, durante su entierro, algunos comentaban que el pobre no había podido soportar la muerte de su esposa y su temprana jubilación, pero los más avezados dijeron que el viejo director había visto el fantasma que venía a reprocharle por haberle quitado la vida. Desde entonces el teatro había permanecido cerrado.

Al leer los diarios, muchos nos preguntamos: ¿Por qué volvió Johann Van Stroffen al lugar donde perdió la vida, si su asesino también está muerto? ¿A quién pretende asustar ahora? Pero nadie lo supo jamás, porque… ¿Acaso alguien puede saber lo que se propone un fantasma? Yo me permití pensar que dentro de ese viejo teatro está también el fantasma de la joven Lucila, y que Johann quiere proteger la intimidad del amor que por fin puede disfrutar la pareja. Pero, yo soy una romántica, y a lo mejor me equivoco…

Lo único cierto es que por mucho tiempo, ningún otro funcionario municipal, provincial o nacional, se animará a invertir fondos para reabrir el Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda…

Marga Mangione


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