jueves, 21 de febrero de 2008

EL SONIDO DEL SILENCIO


Recomendación especial del Jurado por su Calidad Literaria
AYSAND – Asociación de Apoyo y Servicios a Niños con Dificultades
VII Concurso Literario Internacional
Dr. “Santiago Antonio Vera” – año 2007

No sabía por qué se encontraba en ese lugar, pero sí sabía dónde estaba; era un hospital. Pensaba que era una habitación muy grande, de esas que tienen diez, o doce camas, cinco o seis colocadas de cada lado, debajo de unos enormes ventanales.
Las voces y los ruidos hacían que se mantuviera alerta durante todo el día. Escuchaba conversaciones a su alrededor. A veces, alguno de los visitantes de los enfermos de las otras camas, se acercaba y murmuraba algo. Por lo general, sintiendo lástima por él. ¡Pobre pibe! ¿Todavía no se despertó? ¿Qué le pasó? Y el vecino de al lado contestaba: ¡Qué se yo! Lo trajeron así. Un accidente tal vez…
Las enfermeras que lo higienizaban y le cambiaban el suero, le hablaban, pero él, no les contestaba. No podía hablar, no sabía cómo hacerlo. Tampoco podía abrir los ojos.
Nadie lo visitaba nunca. ¿Sería que tal vez su familia no se había enterado que estaba allí? O quizás no tenía familia. Trataba todo el tiempo de recordar qué le había pasado, pero era en vano, no recordaba nada.
Los días pasaban; monótonos, largos, interminables. Los primeros en los que tomó conciencia de que estaba internado en un hospital, los pasó desesperado, escuchando los ruidos, las voces, tratando de abrir los ojos, de gritar sus dudas, sus dolores, su angustia. Pero era inútil. Sentía el roce de las manos acomodando su cama, lavándolo, el murmullo de las voces penetraba en su cerebro enloqueciéndose. Lo peor eran las noches, cuando todo quedaba en total y absoluto silencio por horas y horas.
Hasta que empezó a reconocer un ruido: era el goteo de una canilla. Pensó que su cama estaba ubicada al lado del baño. Sí, tenía que ser así, porque se acordaba que alguna vez estuvo visitando a alguien internado en el Hospital Fiorito de Avellaneda, y la habitación era de las dimensiones que se imaginaba tenía ésta. Antes de ingresar a esa sala, había un baño que usaban los enfermos que podían levantarse, y los familiares que se quedaban a cuidarlos.
La canilla goteaba exactamente cada segundo, de cada hora, de cada noche. Siempre igual, eternamente igual. Hasta que ese ruido comenzó a hacerse diferente. Prestó atención; ya no eran gotas cayendo monótonas sobre la superficie de una pileta. No, ahora las gotas le hablaban. ¿Se estaría volviendo loco?
Comenzó a darse cuenta una madrugada, mientras trataba de sacudir la niebla que cubría sus sentidos aletargados. Lo había despertado la voz de la enfermera nocturna, preguntándole a uno de los enfermos si necesitaba algo. Supo que todavía era de noche, porque la que hablaba era Lila, y ella se iba a las seis de la mañana. Las que estaban durante el día eran muy eficientes, pero trabajaban casi mecánicamente. En cambio Lila se tomaba el tiempo necesario para ser cariñosa con todos. A él siempre le hablaba con dulzura, y en esos momentos sentía una pena inmensa por no poder contestarle y agradecerle sus cuidados, pero le encantaba escucharla.
Cuando la muchacha se fue, volvió a oír las gotas hablándole. ¿Qué le decían? Escuchó atentamente en medio del silencio casi sepulcral que reinaba en ese lugar y a esa hora. Ahora oyó claramente: Juan…, Juan…, Juan… ¿Sería ese su nombre…?
Pensó que si las gotas le hablaban, podría preguntarles si sabían quién era, y un montón de cosas más. Pero, ¿cómo lo haría, si no podía hablar? Entonces las gotas le contestaron:
-Tranquilo Juan. No necesitas hablar. Nosotras escuchamos tus pensamientos, y te vamos a ayudar…
Me llamo Juan, decidió. Y le agradeció mentalmente a las gotas. ¿Qué me pasó? Siguió preguntando con el pensamiento, y las gotas seguían hablando: tac…, tac…, tac…
Moto. -escuchó- ¡Yo andaba en la moto! ¡Me habré caído, o tal vez me atropellaron! ¡No puedo recordar! Una lágrima se deslizó desde su ojo a la comisura de sus labios. Las gotas le dijeron: tac…, tac…, tac…
Está bien, -dijo- no voy a llorar, ¡pero ayúdenme por favor…!
Y las gotas decían: tac…, tac…, tac…
Me llamo Juan. Me caí de la moto. ¡No! ¡Me tiraron de la moto! Estoy vivo, pero no puedo hablar, ni moverme, y me duele todo el cuerpo… ¿Tengo familia?
El tac de las gotas le contó que tenía una mamá, una novia y hermanos, pero eso no fue de golpe, pasaron muchas semanas en las que Juan dormía de día y preguntaba de noche. Paulatinamente iba conociendo su historia, pero le faltaba hacer la pregunta más importante: ¿Se salvaría? ¿Volvería a caminar, a hablar? ¿Sabrían su mamá y su novia que estaba allí? Esa noche preguntaría…
El día se le hizo insoportable. Cuando el día acabó, y comenzó a reinar el silencio, buscó el sonido de las gotas y no lo escuchó. Esperó en vano durante muchas horas. Después, en medio de la desesperación oyó la voz de Lila, la enfermera nocturna, que comentaba con el médico de guardia:
-¡Menos mal que arreglaron esa maldita canilla, ya no la aguantaba más!
La penumbra de la habitación no permitió que la enfermera pudiera ver las lágrimas que rodaban por las mejillas de Juan…

Marga Mangione

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martes, 19 de febrero de 2008

CURADA DE ESPANTO

Publicado en el libro de Cuentos "Misceláneas"
(Historias para leer una tarde de lluvia) Editado por ECEI
(Editorial Círculo de Escritores Independientes)
de Chacabuco - Año 2002

La casa de doña Joaquina era el lugar obligado para todos aquellos infelices del barrio y aledaños que sufrían algún esguince, torcedura, o golpe de cualquier índole que afectara sus huesos. Porque doña Joaquina era la curandera del lugar. Pero no vaya a creer que curaba cualquier enfermedad, ¡no...! ¡Ella era "curandera especializada" en huesos!
Recuerdo que una mañana de verano, tendría yo unos ocho o nueve años, jugando con mi hermana menor me di un fuerte golpe en la mano derecha, contra la pared de chapas del galponcito del fondo, (En realidad nos estábamos peleando) al poco rato, mi mano estaba toda hinchada y a la altura de la muñeca, comenzaba a formarse un hematoma de color lila violáceo. Al verla, mi madre se asustó, y por supuesto, me llevó a casa de doña Joaquina, que tendría en ese tiempo, uno sesenta y cinco años, y era, como todas las mujeres de esa época, y a esa edad, una venerable anciana.
Delgada y levemente inclinada hacia adelante, por lo que no podría precisar si era alta o de mediana estatura, tenía los cabellos blancos y los llevaba peinados hacia atrás, atados en un rodete en la nuca. Vestía de negro, pero llevaba encima de la ropa un delantal blanco con pechera, que desde la cintura le llegaba hasta el ruedo de la pollera, larga hasta los tobillos.
Me llamó mucho la atención ver que las mangas de su blusa, remangadas hasta cerca del codo, dejaban ver por debajo una camiseta de un blanco impecable y que su escote, terminado con un voladito bordado, se cerraba debajo de su barbilla. Estaba muy abrigada a pesar del calor que hacía, pero en aquellos años, ¡una abuela, era una abuela! No como ahora, que tenemos mujeres que a los noventa y seis años, todavía bailan el tango, como Carmencita Calderón, o actrices como Lidia Lamaison y María Rosa Gallo, que a los ochenta aún trabajan en televisión y teatro, ¡y qué bien lo hacen! Podría citar un montón de ejemplos como estos en el mundo entero, el más importante: la madre Teresa de Calcuta, que hasta tan avanzada edad luchó en pos de una vida mejor para la humanidad. ¡Y tantas otras! Como Elizabeth Taylor o Liza Minelli, que sin hacer caso a sus muchos años, vuelven a contraer nuevos matrimonios. Pero doña Joaquina era una anciana hecha y derecha. Seria, soberbia y altiva. Miraba como si todo el mundo estuviese por debajo de sus ojos.
Cuando llegamos a su casa, nos hicieron sentar en un gran banco como los que hay en las plazas, colocado en una galería que daba a un jardín lleno de plantas y flores. A pesar del dolor de mi mano y el miedo que sentía, pues no sabía qué me iba a hacer esa señora, no dejaba de observar todo a mí alrededor.
Siempre fui muy curiosa y me llamó en especial la atención, un enorme jaulón lleno de pájaros que estaba en medio del jardín. Quise acercarme a mirarlo, pero mamá no me dejó. Tal vez porque sabía que a mí nunca me gustaron los pájaros enjaulados y que me hubiera gustado arrimarme con sigilo, abrir la puerta y permitir que todos se escaparan para volar libres. Y que de haberlo hecho, ella me hubiera tenido que dar una gran paliza. ¡Era muy contundente y nada teórica la educación por aquellos tiempos! Se practicaba con el cinturón, o la chinela sobre los glúteos de los niños, ¡porque así aprendían!
Luego de unos minutos de espera, apareció doña Joaquina. Saludó parca y ceremoniosa, y se sentó a mi lado en un pequeño banquito de madera. Después que mi madre le explicara lo que me había pasado, tomó mi mano y la frotó con algo grasoso, (más tarde me explicarían que era unto sin sal, cosa que se usaba entonces para muchas cosas, desde curar el empacho, hasta acomodar un hueso salido de lugar) empezó a hacerlo muy suavemente, por lo cual me relajé y no opuse resistencia alguna. Pero de repente, dio un tremendo tirón a mi mano derecha con su mano izquierda, mientras con la otra sostenía mi antebrazo con firmeza contra su cuerpo. Me tomó por sorpresa su fuerza increíble. El grito de dolor que escapó de mi garganta asustó a los pájaros, que alborotados comenzaron a chillar mientras volaban en forma alocada golpeándose entre ellos o contra el alambre del jaulón.
Doña Joaquina haciendo un gesto de disgusto, sacó del bolsillo de su delantal una venda que colocó en mi brazo, desde los dedos hasta el codo. Luego le dijo a mamá que no era para tanto… que yo era muy mañosa y exagerada… que la mano ya estaba arreglada… ¡y que le dejara lo que pudiera por el trabajo! Luego, dando media vuelta, se metió en la casa sin siquiera saludarnos.
La mano me dolió… y aún hoy, después de más de cincuenta años, me sigue doliendo. El hueso de mi muñeca quedó con una prominencia horrible. El caso es que tendrían que haberme llevado a un sitio donde me sacaran una radiografía, me diagnosticaran correctamente y me colocaran un yeso. Pero mis padres no lo hicieron por maldad, o despreocupación: ¡ellos confiaban en la curandera!
Según supe mucho tiempo después, los huesos de mi mano a la altura de la muñeca se habían abierto por el golpe, pasando un tendón por debajo de ellos. Al cerrarlo, esa “buena señora” que no tenía conocimiento alguno sobre medicina, había dejado el tendón en una posición incorrecta. Al menos ésa fue la única opinión valedera que me dieron, porque desde ese momento, pasé muchos años con distintos tratamientos que me hicieron varios médicos. Uno de ellos, cuando yo tendría dieciséis o diecisiete años, tuvo la brillante idea de colocarme un yeso con un pedazo de placa encima del sobrehueso, (era un trocito de madera prensada, cortada en un cuadrado de cuatro centímetros de lado, que empujaba el hueso hacia abajo) no recuerdo el nombre de ese “genio de la medicina”, pero sí que estuve casi un mes con ese yeso en mi brazo, sufriendo por la picazón que me provocaba por el calor y, que por supuesto, no dio resultado alguno.
Pero ése no fue el único motivo por el cual no me olvidé jamás de doña Joaquina. En el barrio vivía un señor llamado Tomás Bogado, al que todos le decíamos “el borracho”. Pasaba los cincuenta y trabajaba de lunes a sábados en la fábrica de vidrio, principal fuente de ingresos de la ciudad, como sereno. Tenía un horario fijo: tomaba servicio a las veintidós, y salía a las seis de la mañana del día siguiente. Los domingos se quedaba en el trabajo hasta la hora en que abrían el boliche de la esquina de casa. Llegaba a eso de las nueve y se instalaba en una mesa al lado de la vidriera. Sin hablar con nadie, bebía caña o ginebra hasta el mediodía, momento en el que se levantaba con gran dificultad, pagaba sus tragos y se dirigía a su casa, donde lo esperaban su mujer y sus hijos para almorzar.
El momento más difícil para el borracho, era cruzar la calle, dado que por ese entonces en el barrio, sólo había asfalto en la avenida principal; y las calles que la cruzaban eran de tierra. Además no había cloacas, por lo que el agua de los desagües de las casas se vertía a la calle en zanjas, y luego corría hacia el asfalto, estancándose en el cordón de la vereda, donde siempre se formaba un musgo de color verde oscuro muy resbaladizo, al que todos llamábamos “verdín”. Como don Tomás Bogado después de los tragos caminaba con dificultar y apenas podía conservar el equilibrio, muchas veces terminaba tirado en el piso después de un traspié o un resbalón en ese verdín.
Pero era duro el hombre... y si se lastimaba, jamás nos enteramos. Hasta ese domingo de primavera en el que brillaba el sol. A mediodía, más borracho que nunca, don Tomás salió del boliche rumbo a su casa. Bajó el cordón de la vereda sin problemas, pero luego tuvo que enfrentarse al opuesto, al que debía subir. Allí había más o menos un metro y medio de agua, porque la noche anterior había llovido, y aún no se había escurrido.
Estuvo dando vueltas, levantando alternativamente un pie y el otro, sin animarse a saltar el charco. Su mente obnubilada le impedía razonar, ya que si daba la vuelta sobre la avenida, hubiera podido subir a la vereda más adelante, donde casi no había agua. Sabe Dios qué pensamientos cruzaban por su cabeza. Su mirada turbia en sus ojitos achicados, estaba fija en el charco. De pronto tomó coraje y saltó, pero con tal mala suerte que fue a caer en medio del agua podrida. Instintivamente colocó sus manos por delante y el golpe contra la vereda fue muy fuerte. Debe haber sufrido un dolor terrible, pues un grito desgarrador alertó a los parroquianos que estaban en el boliche y todos salieron presurosos a ver qué había ocurrido.
Bogado no podía levantarse. El dolor de sus manos le impedía apoyarse para poder, al menos, sentarse. Además sus piernas estaban en el agua y se resbalaban continuamente, lo que lo hacía patalear sin cesar. En ese momento llegó el “loco” Martínez, un deficiente mental que medía casi dos metros de altura. Era tranquilo y servicial. Desde niño se pasaba el día ayudando al dueño del almacén contiguo al boliche, a cambio de algunas monedas. Se acercó al borracho que era de mediana estatura pero robusto y pesado, y sin decir agua va lo tomó por debajo de los brazos, lo levantó en el aire sin ningún esfuerzo aparente, como si se tratase de un muñeco de trapo, y lo sentó en el umbral de la panadería de la esquina. Dicen que el loco era capaz de correr, él sólo, la heladera del carnicero repleta de carne.
Ante la mirada de todos los curiosos, el borracho comenzó a gemir y a lloriquear mirándose las manos que ya comenzaban a hincharse. Don Julián, el dueño del boliche que se había acercado al oír el alboroto, le pidió al loco que se lo llevara a doña Joaquina. Pero antes, el panadero les permitió entrar para que lo limpiasen un poco, porque el hombre era un desastre. Como la esposa de Bogado era cliente de la panadería, y además, una mujer muy buena y querida por todo el barrio, muchos aguantaban o ayudaban a su marido, que a veces se ponía bastante pesado cuando tenía tantos tragos de más.
Cuando Martínez golpeó las manos, en casa de la curandera estaban almorzando. Doña Joaquina tenía dos hijos casados, que con sus respectivas esposas y varios hijos vivían allí con ella. Salió uno de los chicos, y les pidió que esperasen a que la abuela terminara de comer; pero los gritos de Bogado hicieron que la vieja saliese a ver qué pasaba. Cuando le vio las manos, enseguida acercó el banquito y el unto sin sal y se aprontó a “arreglarle” los huesos al “paciente”, como llamaba a todos los que llegaban a consultarla. (A decir verdad, creo que a alguno habrá curado, porque la fama de doña Joaquina como curandera era muy grande. Venía gente desde muy lejos para atenderse con ella) Pero conmigo y con Bogado, se equivocó fiero… El hombre tenía dislocada la muñeca izquierda, que la vieja acomodó sin inconvenientes, mientras el loco lo sostenía inmovilizado, recibiendo a cambio gruesos insultos. Una vez que tuvo puesto el vendaje, como el dolor menguó, ya más tranquilo le entregó a doña Joaquina la mano derecha para que también la compusiera. Pero, lamentablemente esa mano tenía una fractura y en cuanto la mujer efectuó el tirón, el hueso astillado casi atraviesa la carne. El dolor que le ocasionó al pobre infeliz fue tan grande, que enloquecido se levantó y desprendiéndose de las enormes manos del loco Martínez, en medio de gritos e insultos, agarró a patadas todo lo que encontró a su paso.
El caos fue enorme. La vieja, asustada, corrió a esconderse dentro de la casa. El loco quería sostener a Bogado, que fuera de sí seguía dando patadas a diestra y siniestra. En uno de esos golpes pateó el banquito de la curandera que se elevó por el aire y fue a dar de lleno en medio del viejo jaulón, que al parecer tenía una pata medio rota, lo que ocasionó que se desplomara con un gran estruendo, deshaciéndose en pedazos y aplastando todas las plantas a su alrededor. Los pájaros empezaron a escapar emitiendo agudos chillidos. En medio de la polvareda que se levantó, volaban plumas de varios colores.
A pesar de su enorme estatura y su tremenda fuerza, el loco no podía con Bogado. Entonces salieron los hijos de doña Joaquina y tomando un palo cada uno, se abalanzaron furiosos sobre el borracho, quien al verlos se sosegó y emprendió la retirada aullando como un animal herido.
Llegó a su domicilio sucio y desesperado. Entre alaridos, logró explicar lo que le había pasado. Sus familiares lo llevaron a la sala de primeros auxilios. Allí le aplicaron calmantes para luego trasladarlo al hospital, donde tuvieron que practicarle una operación quirúrgica y luego lo enyesaron.
Desde ese día no volvió más los domingos a tomar al boliche de la esquina. Dicen que su mano derecha quedó muy bien, pero no la izquierda, que los médicos ya no pudieron arreglar y que le dolió el resto de su vida.
Este hecho ocasionó comentarios que por muchos años provocaron la risa de la gente. El cuento, corregido y aumentado, circuló en las tertulias familiares y en los bares y clubes del lugar. Hoy ya no viven muchos de los que saben la historia, pero yo lo cuento tal cual sucedió. No sólo fui testigo, fui una de las damnificadas por esa señora que se dedicaba al ejercicio ilegal de la medicina, manteniendo con ello a dos hijos vagos que no salían a trabajar. A sus nueras que la atendían como si se tratara de una diosa griega y a un montón de nietos presumidos que nos miraban en la escuela como a sapos de otro pozo. ¡Y todo eso a costillas de los que confiaban en ella!
Desde aquel día, doña Joaquina la curandera, curada de espanto, se retiró y no volvió a atender jamás a nadie. Eso me provocó una gran alegría y aunque mi mano derecha me la recuerda siempre, también me acuerdo con gran satisfacción de don Tomás Bogado, que se encargó de ejecutar contra esa bruja, la venganza que muchos otros no nos atrevimos a llevar a cabo…

Marga Mangione
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sábado, 16 de febrero de 2008

ASESINO SERIAL

2º Premio en el rubro Prosa para Adultos del
Decimonoveno Certamen de Poesía y Prosa-2007

CASA DE
LA CULTURA MUNICIPAL “AMI DÍAZ”
de Jovita – Provincia de Córdoba

La luz del alba comenzó a entrar por el ventanuco ubicado en lo alto de una de las paredes de la pequeña celda. A pesar de su reducido tamaño, estaba cruzado por un grueso hierro. Tirado sobre un mugroso camastro, sin sábanas y cubierto por una deshilachada y rotosa frazada, yacía el “Yani” Russo. Tenía los ojos cerrados, pero no dormía, pensaba. Pensaba en ese agujero ínfimo. ¡Lo habían cerrado con ese hierro, cómo si a través de él, pudiera escaparse algún preso! Era ridículo.
Hacía varios días que no podía conciliar el sueño. ¿Cuántos habían pasado? ¿Cinco, seis? Había perdido la cuenta. Juan Russo, el “Yani”, estaba detenido en la comisaría del pueblo, esperando ser trasladado al juzgado de turno, por doble homicidio agravado por el vínculo. Su mente volvía una y otra vez al momento en que se desató la tragedia que le destrozó la vida.

Le habían preguntado. Mil veces le habían preguntado por qué había asesinado a su padre y a su mujer. Pero él no habló: ¡qué iba a decir! Su orgullo y amor propio no le permitía hacerlo. Cómo iba a contar que había vuelto a su casa dos horas antes, porque se rompió una máquina y el capataz le dijo que se fuera, y que al entrar, había encontrado a la “Loli”, la mujer que adoraba más que a nada en el mundo, en la cama con otro hombre, y que ese hombre era su propio padre…

La imagen estaba como clavada en su retina y las palabras de su esposa grabadas en su mente como a golpe de un duro cincel:

-¡Recién te das cuenta, infeliz! ¡Siempre fuimos amantes! Lo conozco antes que a vos. ¡Es el amor de mi vida! Pero estaba casado… Sólo me casé con vos para estar cerca de él…

-¿Y los chicos…? -recuerda que preguntó aterrorizado- ¿De quién son los chicos?

-¡No son tuyos! -gritó desafiante la “Loli”- ¡Ahora ya lo sabés! -y agregó- ¡Mejor, así se termina todo de una buena vez! ¡Quiero el divorcio para poder estar siempre a su lado!

También recuerda que dijo en voz baja:

-¡Gracias a Dios, mamá está muerta! Sería horrible que supiera esto…

Y la respuesta de la “Loli”, murmurada entre dientes:

-Si… ¡Con un poquito de ayuda nuestra, la vieja se dejó de joder…!


En ese momento no pensó. No pudo pensar. Sólo recordó que el “Cholo” Romero, su compañero de turno en la fábrica, le había dado una pistola hacía unos días, para que se la guardara por un tiempo. Abrió el ropero, la sacó y disparó toda la carga sobre esos dos seres a los que tanto había amado, y que ahora odiaba desde el fondo de las entrañas. A ella la dejó tendida sobre la cama. Al viejo lo tiró fuera del dormitorio.
Después se encerró en la casa. No se enteró qué pasó con los chicos cuando volvieron de la escuela. No recuerda cuántas horas pasaron. Sabe que ellos no tienen la culpa de nada, pero no le importa. También dejó de quererlos, aunque a ellos no los odia. Por la mañana la policía forzó la puerta y entró para detenerlo. No se resistió.
Ya debe ser hora que le traigan el desayuno. No tiene hambre, a pesar de que en la mesa está la bandeja con la cena sin tocar. El “cana” de la noche le dijo que se la dejaba por si le daba hambre más tarde. Parecía un buen tipo. Era el único que no lo había insultado desde que estaba ahí…
La luz que entra por el ventanuco se refleja en los barrotes de la puerta de gruesa chapa, que cierra herméticamente la celda. Son dos, y están colocados en forma vertical, cruzando la mirilla por la que se asoman a verlo. Cuantas manos habrán apretado esos dos pedazos de hierro, para comerles la pintura, sin permitir que se oxiden. Cientos, tal vez, en los años que tiene esa comisaría, edificada en el siglo pasado.
El ruido de la puertita que se abre lo saca de sus pensamientos. Un “cana” lo mira fijo y le dice con voz ronca, mientras le arroja un periódico:

-¡Mirá, ya sos famoso, hijo de puta! ¡Estás en todos los diarios!

No pudo resistir tomarlo entre sus manos. En la portada estaba su foto y en grandes letras decía:

DOBLE HOMICIDA SERÍA ASESINO SERIAL

Y luego, en letras más chicas:

Se está investigando si el arma es la misma que usó para
matar a más de 10 personas, en los últimos cinco años


Se le heló la sangre en las venas. ¡Su amigo el “Cholo”, era un asesino serial, y lo condenarían a él, que no tenía nada que ver! Pensó un momento, y luego decidió:¿Qué más da? Aunque diga la verdad, nadie me va a creer…

Subió sobre el camastro y se quitó la camisa. Era nueva, de tela muy gruesa. Se la habían dado en el trabajo aquel día en que en realidad, se le había terminado la vida. Ató una de las mangas al barrote de la ventana. La otra la anudó fuertemente a su cuello. Antes de saltar, exclamó con inmensa tristeza:

-¡Pensar que hace unos días nomás, yo creía que era el tipo más feliz del mundo!

Lo encontraron muerto a media mañana. Esa tarde, los vespertinos traían otra vez su foto en la portada, y en letras de molde se podía leer:

“SE SUICIDÓ ASESINO SERIAL”

Dos días después, nadie se acordaba del “Yani” Rossi.

Mientras tanto, el “Cholo” Romero sigue suelto. Por el momento se está cuidando, no sea cosa que le cambie el destino, y lo agarren a él también.
Se siente inmensamente satisfecho de haber tenido la idea de darle la pistola a ese infeliz. No siempre un asesino serial tiene la suerte de encontrar en el camino, a un pobre diablo a quien la justicia, le eche la culpa de sus crímenes.

Marga Mangione

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EL ANÓNIMO


Publicado en el libro de cuentos "Misceláneas"
-Historias para leer una tarde de lluvia-
Editado por ECEI (Editorial Círculo de Escritores Independientes)
de Chacabuco - Provincia de Buenos Aires

Antonio se recostó en la vieja cama de hierro, colocada en medio de esa habitación húmeda y fría que le había prestado su amigo Juan Carlos. Era una antigua construcción rectangular, compuesta por un dormitorio y cocina con un pequeño baño, edificada en forma bastante precaria, a los fondos de un lote aledaño a la casa de su amigo.
Años atrás, la casa de Juan Carlos había estado en medio de una hectárea de tierra, pero al morir sus padres, él se quedo sólo con la casa y el lote donde vivían los caseros, dos viejitos que lo vieron nacer, y que allí habían muerto. El resto de la tierra fue vendido.
Si bien era un lugar bastante deprimente, que había estado abandonado durante más de veinte años, Antonio estaba muy agradecido con su amigo, porque por el momento, no tenía dónde ir.
El invierno había llegado tarde, pero se hacía sentir en ese mes de julio, con todo su rigor. Por la pequeña ventana sin cortinas había visto la escarcha, que como un manto, cubría el césped del enorme jardín, que se extendía hasta la calle.
La tos que tenía desde hacía varios días, lo tenía agotado. Le dolía mucho el pecho y la espalda de tanto toser. Era muy delicado de los bronquios, debido a una neumonía sufrida siendo muy chico, y el frío de esa habitación lo había afectado bastante, pero no le quedaba alternativa. Si Juan Carlos no le hubiera ofrecido ese lugar, tendría que haber ido a la casa de su madre, y era lo último que quería hacer. Ella por ahora no tendría que enterarse que se había separado de Amanda. Las dos se querían de verdad y tenían una relación perfecta. En realidad, parecían madre e hija y no suegra y nuera. Con seguridad, su mamá lo culparía de todo lo que había pasado. Pero por más que se esforzaba, Antonio aún no comprendía lo que estaba pasando entre él y su esposa.
Todo comenzó dos meses atrás, cuando al volver de su trabajo, la encontró con cara larga. No respondió a su saludo y permaneció sentada, con los brazos apoyados sobre la mesa, rígida y seria. Jamás la había visto así.
Vio sobre la mesa un solo plato con comida fría y le preguntó qué le pasaba. Ella por toda respuesta le dijo:

-¿Vos no sabés qué me pasa?

Y él, en realidad, no lo sabía. Volvió a preguntar, pero ante el silencio de Amanda, optó por irse a la cama sin comer. No podía ser nada grave, al día siguiente se enteraría. Estaba seguro de no haber hecho nada que pudiera haber enojado a su mujer. Al menos, esta vez…
Pasaron varios días de silencio entre los dos. Antonio, por amor propio, no volvió a preguntar. Ella hacía los quehaceres de la casa, le cocinaba, pero no se sentaba a la mesa con él. Hasta que un día, harto de esa situación, la enfrentó y le exigió que le dijera qué estaba pasando.
Amanda repitió la misma respuesta, pero Antonio, furioso, hizo algo que jamás se había atrevido a hacer en toda su vida de casados. La tomó de un brazo y la sacudió con violencia preguntándole:

-¿Me podés decir de una buena vez qué demonios te pasa?

Por toda respuesta, Amanda abrió un cajón del modular del comedor, sacó un pequeño sobre blanco y lo arrojó sobre la mesa.
Antonio lo abrió y al leerlo, la sorpresa se reflejó en su rostro. Con letra clara y pareja decía:

“Tu marido te engaña con alguien que vos, ni imaginas. Síguelo, vas a ver que es un canalla. Cuando te enteres, no lo vas a poder creer”

Y firmaba: “una amiga”

Al principio se quedó mudo. Luego se echó a reír y exclamó fingiendo enojo:

-¡Parece mentira que alguien tan inteligente y moderna como vos, haga caso de esta porquería!

Pero ante el gesto de rabia de su mujer, lo tomó en serio y trató de explicarle que eran mentiras, que él no tenía nada que ver con nadie. Se lo dijo de mil maneras, pero fue inútil; Amanda no le creyó. Es más, en ese mismo momento le pidió que se fuera de la casa.
No lo podía creer… ¡Cómo podía pedirle que se fuera de “su” casa! ¡Cómo iba a marcharse de esa casita pequeña, pero hermosa, que era su nido de amor! La habían comprado al casarse planeando edificar otras habitaciones para ampliarla cuando tuvieran hijos. Pero los hijos no llegaron jamás, así que no se preocuparon por agrandarla. ¡Era su orgullo, su más preciado tesoro y no quería irse!
Rogó, suplicó, insultó, pero todo fue en vano. Amanda le dijo que no quería volver a verlo. Quiso quedarse, al menos por esa noche y dormir en un sillón del comedor, pero su mujer se negó a que permaneciera allí un sólo minuto más. Y así se lo hizo saber:

-¡No quiero verte nunca más! ¡Nunca más! ¿Me entendés? -le dijo furiosa- ¡Andáte ahora mismo!

Él no comprendía tanto enojo por un simple anónimo, seguro lo habría mandado alguien envidioso de la felicidad de ambos. Además, ella siempre había sido tan dulce, tan cariñosa y comprensiva, ¿por qué ahora no entraba en razones? ¿Estaría alguien llenándole la cabeza en contra suya? No podía comprenderlo.
Mientras él la observaba, mudo de asombro, Amanda entró al dormitorio y salió con una valija que arrojó a sus pies.

-¡Aquí tenés tu ropa! -le gritó con desprecio- Cuando necesites otra cosa, la venís a buscar. Pero antes llamá por teléfono.

Fueron las últimas palabras que su esposa le dirigió.
Ahora, mientras está en la cama, cuando los accesos de tos se lo permiten, Antonio piensa cuántas veces engañó a su mujer. Fueron tantas, que ni él mismo se acuerda. Hasta con una prima de ella, tuvo una aventura amorosa. Breve, pero aventura al fin. De todas maneras, había terminado y Patricia vivía en el sur desde hacía muchos años, no podía ser la autora del anónimo. También con dos compañeras de la fábrica salía de vez en cuando. Nada serio, sin compromisos ni obligaciones. Era como una gimnasia que les permitía luego tener mejor relación sexual con sus parejas. Lo hacían cuando tenían ganas y después, cada uno a su casa, sin culpas, ni remordimientos. Eran minas derechas, jamás escribirían una carta tan infame. Se jugaba la vida apostando a ello.
De a ratos se duerme, pero la tos vuelve a despertarlo. ¡La pucha! -piensa esos momentos- Cuando venga Juan Carlos le voy a pedir que me compre el antibiótico y después se lo pago.
¡Encima estaba sin un peso! Ya que en la fábrica lo habían suspendido por diez días, pues con los nervios alterados como los tenía, se había mandado un montón de macanas, y hasta la próxima quincena, no le iban a pagar.
¡Justo en esa época, en la que estaban echando gente de todos lados! Lo único que le faltaba era quedar en la calle, y sin trabajo.
¿Qué habría pasado con Amanda? Tal vez si su amigo la fuese a buscar y ella lo veía tan enfermo y en esa habitación tan deprimente, lo perdonaría y lo aceptaría de nuevo en su casa. Tendría que pedirle a Juan Carlos para contarle lo mal que estaba…
¿Y si la hacía llamar por su madre? No… pues tendría que explicarle muchas cosas, rogarle que la fuera a ver a su mujer y le pidiera que lo perdonase. Pero ella, seguramente se pondría del lado de Amanda. Entonces se dio cuenta que no podría hablar con su madre. Por primera vez, comprendió que le tenía miedo, que siempre le había tenido miedo. Recordó a su padre, muerto hacía ya tantos años… ¡Él también le tenía miedo a su madre! Nunca se había atrevido a contradecirla y le había enseñado a su hijo a hacer lo mismo para no tener problemas. Su padre… ¿había sido un cobarde, o también había tenido una doble vida? En todo caso, él no era menos cobarde. ¿Cómo podía ser que recién en ese momento se hubiese dado cuenta de lo peligrosa que había sido su madre en su vida? ¡Tal vez el tener tantas historias con mujeres, había sido una especie de desquite… -pensó disculpándose a sí mismo- Pero después se dijo que era mejor no ocupar la mente en algo que ya no tenía remedio, y comenzó a recordar lo felices que fueron siempre con su mujer. Eran pobres, pero nunca les faltó nada. Hasta se tomaban vacaciones todos los años: iban al hotel que el sindicato tenía en Mar del Plata y lo pasaban muy bien. Tenían buena onda y buena cama, se querían mucho, ¿qué más se podía pedir, después de diez años de matrimonio? Amanda era muy linda, limpia y trabajadora, la casa parecía un alhajero brillando por todos lados. Cocinaba como los dioses y haciendo el amor, era una reina. Además, siempre estaba muy arreglada y coqueta. ¡No… no se podía pedir más! ¡Qué lástima lo que les estaba pasando por algún maldito envidioso!
Empezó a pensar en las últimas vacaciones. Habían conocido a un matrimonio con el que se hicieron muy amigos… Ella se llamaba Marilú y era una morocha espectacular que le había tirado onda desde el principio. El marido, de nombre Ramiro, un hombre muy serio y formal, era jefe en una fábrica muy importante de la ciudad de Campana y ganaba muy bien. Vivían en un hermoso chalet en Don Torcuato, en la zona residencial. Antonio y Amanda vivían muy cerca, pero en un barrio más humilde. Le había sorprendido que fueran al hotel del sindicato, pero ellos argumentaron que allí siempre los atendían muy bien a menor costo. Por algo tenían dinero. ¡Sabían cuidarlo!
Marilú y Ramiro tampoco tenían hijos. Estaban casados desde hacía muy poco tiempo, y en segundas nupcias. Después de las vacaciones se visitaron a menudo, pues trabaron una linda amistad.
Mientras tanto, Antonio se encontró un montón de veces con Marilú en hoteles de la ruta, donde hacían el amor. Pero, -trató de pensar en medio de un ataque de tos- era imposible que fuese ella la del anónimo, pues siempre lo alertó sobre el peligro de que su marido se enterase de su relación, pues no quería separarse. A menudo le decía que lo quería mucho, porque era muy bueno con ella. A demás con él, si bien en la cama no disfrutaba nada, tenía una vida muy confortable, ¡no cómo con su anterior marido, que la maltrataba y la hacía pasar privaciones!
Se habían cuidado mucho para que no los viesen juntos. Ahora ni siquiera podía llamarla por teléfono para contarle que estaba enfermo. ¿Lo extrañaría? ¿Tendría ganas de verlo y estar otra vez con él? No lo sabía y en verdad, tampoco le importaba. ¡Lo único que quería, era volver con Amanda…!
De a ratos se dormía, pero la tos volvía a despertarlo. Cada vez le dolía más el pecho. Su mente no podía apartarse de ese maldito anónimo y se devanaba los sesos pensando en quién sería el autor… ¡Un hijo de mala madre, con toda seguridad! ¡Si pudiera adivinar el nombre y el motivo que había tenido para arruinarle así la vida…!
¡Qué frío hacía en esa habitación! Juan Carlos le había dado unas frazadas viejas y una estufa eléctrica que no calentaba nada. ¡Ojalá llegase pronto para pedirle que llamara al médico de la obra social! Miró el reloj en su muñeca. Eran las seis menos cuarto y su amigo salía de la fábrica a las seis. Gracias a Dios, no faltaba mucho. Más tranquilo, se volvió a dormir.

A las seis y media Juan Carlos entró como una tromba a la habitación donde estaba Antonio. Gritaba e insultaba a viva voz:

-¡Qué hija de…! Pero por Dios, ¡qué hija de…! Antonio… escuchá lo que acabo de saber. ¡No hubo tal anónimo, la carta la escribió la turra de tu mujer! Me lo contó mi hermana Silvia, hace un rato. Se lo dijo ella misma… ¡Antonio… dejá de mirarme así, podés volverte ahora mismo a tu casa! Amanda se escapó con Ramiro, ese tipo que conocieron en Mar del Plata. Parece que desde las vacaciones se estaban viendo y ahora se fueron juntos. Esta mañana fue la mujer a buscarte a la fábrica. Marilú se llama, ¿no es cierto? Me lo contó Pablo, que estuvo con ella. Pero él no sabía que estabas en mi casa, así que no le pudo informar nada. Según me contó, la pobre mina estaba enloquecida de dolor, ¡parece que lo quería mucho al marido y que no sospechaba nada! ¡Antonio… querés dejar de mirarme así por favor! ¡Contestáme, Antonio!

Pero su amigo ya no lo veía, ni podía contestarle, porque su corazón se había detenido. La tos había terminado su trabajo en esa fría y húmeda habitación…

Antonio nunca se enteró de la traición, ¿o venganza? de su esposa…


Marga Mangione

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jueves, 14 de febrero de 2008

MISS BETTY


3º Premio Certamen SEGA
(Sociedad de Escritores de General Alvarado)
Año 2007


Soy hijo de un judío y una italiana. Mi padre se llama Isaac Goldman, y mi madre Catalina Filomena Dell´Occhio. Para no tener conflictos religiosos entre ellos, a mí y a mis hermanos mayores, nos enviaron a un colegio británico: el Saint Eduard, donde miss Betty era maestra de inglés. Cuando la conocí, en el preescolar, tenía sólo cinco años y ella ya había cumplido los veinte. Me enamoré a primera vista de esa muchacha de cabellos negros como la noche y ojos azules como el cielo, muy seria y estricta, pero amable y dulce, a quien todos querían muchísimo.

Miss Betty hablaba en la clase, yo miraba sus labios, siempre prolijamente pintados, y pensaba que lo hacía sólo para mí. Soñaba con ella: vivía para ella, y me esforzaba tanto para que se fijara en mí, que era el primero de la clase. Así cursé toda la primara sin necesidad de acudir a maestros particulares, como la mayoría de mis compañeros; es que satisfacer a la mujer amada, era lo primordial para mí. Según ella, mis notas eran “brillantes”. Cuando terminamos sexto grado, en el acto de fin de curso, miss Betty llamó a mis padres para felicitarlos delante de todos los asistentes. Eso fue lo más maravilloso que me pasó en la vida. Después comencé la secundaria, siempre en la misma escuela, y entonces comprobé que ya no la vería diariamente en clase. Eso fue una gran desilusión. Además, la nueva maestra de inglés, miss Eulalia, era como su nombre: vieja. Una vieja sin gracia, agria como chupar un limón, que no perdonaba el más mínimo error a sus alumnos. Mis notas comenzaron a bajar vertiginosamente. Mis padres no lo podían entender. Me preguntaban continuamente qué me pasaba. Yo solamente me encogía de hombros y no contestaba nada. Era increíble para ellos que un chico que durante toda la primaria no les había dado un solo disgusto, comenzara ahora a comportarse de esa manera. Pero a mí el idioma obligatorio en el colegio, había dejado de interesarme. Me castigaban, dejándome sin salir, sin postre, sin cine, sin poder escuchar mi música favorita, pero era inútil. Seguía sin progresar en el curso de inglés… Mamá, desesperada pensando que iba a perder el año, fue al colegio a hablar con miss Eulalia. La vieja le dijo que yo era un pésimo alumno, que en clase no atendía, que me pasaba la hora de inglés haciendo dibujos en una hoja o directamente sobre el pupitre, o distrayendo a mis compañeros con charlas ajenas al curso, y que por eso me había mandado varias veces a dirección, cosa que por supuesto, yo no le había contado. Hubo una reunión de familia, en la que mis padres y mis hermanos mayores me aleccionaron sobre los beneficios de estudiar y pasar de año, en lugar de irme a diciembre o a marzo, y joderle las vacaciones a toda la familia. (Por aquellos años, nos íbamos durante todo el verano a Villa Gesell, mientras papá seguía trabajando en su empresa de venta de alfombras en el barrio del Once, y solamente nos visitaba los fines de semana) José Mauricio, mi hermano mayor, voz cantante de todos los demás, me dijo sin vueltas:

-Mirá pendejo, yo no me voy a quedar en casa por tu culpa. Si vos no pasás de año, le voy a decir al viejo que te deje con la abuela Rebeca, y ya vas a ver lo que es bueno, cuando ella te ponga en tu lugar. ¿Sabés a qué me refiero, no es cierto mocoso?

Claro que lo sabía. Nuestra abuela judía no me dejaría ni a sol ni a sombra. Me atiborraría de comida tradicional, me obligaría a acostarme a las nueve, me haría estudiar diez horas por día, y lo peor de todo, me llevaría dos veces por semana a la sinagoga, obligándome a rezar en hebreo, idioma que mi padre nos inculcaba desde chicos, pero que a mí me disgustaba, y por eso no aprendí jamás. También tendría que soportar a sus amigas, que siempre me molestaron de chiquito pellizcándome los cachetes y dándome sonoros besos con olor a ajo y naftalina. El panorama no era alentador, pero a mí no me daba la cabeza para estudiar inglés con miss Eulalia. La solución la aportó Mario, mi primo hermano favorito, (desde ese día mucho más) cuando una tarde le dijo a mamá:

-Tía Cata, me dijeron que miss Betty está enseñando inglés en su casa… ¿Por qué no lo mandás a Juan Marcos a tomar unas clases con ella? A mi me parece que sería conveniente, ya que cuando la tuvimos en la primaria, él nunca tuvo una nota baja… Tal vez esta vieja lo intimida, como es tan severa…

-¿Te parece querido? -mamá quedó pensativa un momento y luego agregó- ¡Tal vez tengas razón! Esta misma tarde la voy a ver…

Siempre lo quise a Mario, pero desde ese momento mi cariño se convirtió en amor incondicional. Creo que él nunca supo por qué yo le demostraba tanto afecto y devoción… Mis Betty, quedó muy sorprendida cuando supo que yo tenía problemas con una materia en la que siempre me había destacado del resto del grupo. Sin dudar aceptó darme clases. Estábamos en octubre, y yo tenía prácticamente perdido el año. Pero en cuanto comencé a concurrir a su casa, mi mente se abrió y pude dar los exámenes parciales con las mejores notas de la clase. Todos estaban sumamente sorprendidos, pero la que no podía dar crédito a los resultados, era miss Eulalia. La primera vez que le entregué la hoja con las respuestas correctas me gritó:

-¡Goldman, usted se ha copiado!

-No miss Eulalia, yo estudié… -le dije con firmeza-

No me creyó. Le preguntó a todos mis compañeros si me habían visto con algún machete, o si alguno me había facilitado las respuestas. Quiso revisarme, pero me opuse con dignidad y orgullo. Ella se quedó con la sangre en el ojo. Sin embargo, al correr de los días pudo comprobar que cada pregunta que me hacía, era contestada con prontitud y corrección. La muy guacha me hablaba en inglés todo el tiempo, hasta cuando nos cruzábamos en los pasillos o recreos, y yo, firme y exacto en cada respuesta. No tuvo más remedio que aceptar la realidad. Su peor alumno había cambiado, y pasó a ser uno de los mejores. Es que veía a miss Betty todos los días, y me sentía en el séptimo cielo. Pero dentro de mí había comenzado una guerra sin cuartel. Tenía catorce años, y era un adolescente enamorado locamente de una mujer quince años mayor. Una mujer hermosa y en la plenitud de su vida, que me daba vueltas en la cabeza día y noche. Cuando en medio de la clase ella inclinaba su cabeza sobre mi carpeta, y sus cabellos me rozaban. Cuando sentía su aliento o su mano me tocaba, la sangre hervía en mis venas.

Se aproximaba el verano y era una época en la que se usaban las minifaldas y los escotes, y ella siempre se vestía a la moda. Una tarde al comenzar la clase me dijo sofocada:

-¡Qué calor tremendo! Voy a buscar algo fresco para tomar… Ya vuelvo…

Y salió del comedor donde me enseñaba, caminando armoniosamente, mientras yo me quedaba embobado mirándola alejarse rumbo a la cocina. Volvió enseguida con una bandejita donde había colocado dos vasos altos llenos de gaseosa transparente y burbujeante. Me ofreció uno de ellos, y se sirvió el otro. Al llevárselo a su boca, hizo un movimiento brusco y parte del contenido se volcó, cayendo dentro de su escote. Soltó un grito de sorpresa y luego una carcajada. Yo también me reía… Me reía como un tonto, sin saber qué hacer…De pronto, y sin saber cómo me atreví a hacerlo, dirigí mi mano hasta su escote, la mojé con la gaseosa que ya estaba tibia, y la llevé a mis labios. Comencé a saborearla con fruición, mientras ella me miraba como si me viera por primera vez. Vi enojo y sorpresa en su mirada, pero no hice caso. Mi boca se acercó a la suya y la pasión me enloqueció; comencé a besarla tímidamente al principio, y luego salvajemente. Era la primera vez que besaba a una mujer, pero creo que no lo hice mal, porque miss Betty se entregó a mis besos, a mis caricias, y en unos segundos, estábamos sobre su cama haciendo el amor. La inexperiencia no fue obstáculo. Mi debut en con miss Betty, fue maravilloso. ¿Cuánto tiempo duró esa relación? Apenas unos meses, pero fueron los mejores de mi vida. Aprobé los exámenes, y como premio, mi padre me envió a pasar unos meses a Israel, a casa de su hermano Jacobo. Yo no quería ir, pero él me obligó. Cuando quise volver, papá me mandó decir que había tomado una decisión: continuaría mis estudios allí, y dado que su hermano no tenía hijos, al finalizar mi carrera, heredaría su negocio. Me sentí morir, pero no me quedó más remedio que aceptar. Terminé el secundario a los ponchazos, ya que me costó muchísimo aprender ese idioma tan odioso para mí, y adaptarme a vivir en una casa extraña, pero de a poco me fui acostumbrando. Más tarde fui a la universidad, y allí conocí a Judith, una muchachita inteligente y bonita de la que me enamoré, y con la que acabo de casarme. A miss Betty le escribí muchas veces, pero no obtuve respuesta.

Hace unos días llegué a Buenos Aires a pasar la luna de miel con mi flamante esposa. Una tarde, con la excusa de encontrarme con unos viejos amigos, la dejé en casa de mis padres y decidí ir a visitar a miss Betty. Quería mirarla, hablarle, quería saber qué me diría el corazón al estar frente a ella… Al llegar, me encontré con cuatro niños jugando en el jardín. Pregunté por la profesora de inglés y el más grandecito, un nene de unos diez años, alto y delgado, de cabellos negros como la noche, y ojos azules como el cielo; gritó:

-¡Mamá…! Te busca un señor…

No quise quedarme a verla. ¡Para qué! Estaba casada, igual que yo, tenía al menos un hijo, y me pareció que tal vez le incomodaría mi presencia. Mucho más, si su esposo estaba en la casa… Salí de allí poco menos que huyendo. Más tarde, fingiendo una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, le pregunté a mamá qué había sido de la vida de miss Betty. Dejándome mudo de asombro, mi madre me contó que al poco tiempo de irme, ella se casó con Esteban Franchesse, un viejo profesor del colegio, al que todos le decíamos don mugre, porque era un tipo horrible, sucio y ordinario. Un sabihondo que se jactaba de conocer todo, y a todos. No lo podía creer… ¿Por qué se casó con ese mamarracho, me preguntaba? Me moría por saber, pero no me animaba a seguir ahondando en el tema. De cualquier modo, no fue necesario, pues mamá siguió diciendo:

-Dicen que cuando se casó, estaba embarazada… También dicen que no era hijo del marido… Andá a saber, hoy las mujeres son tan desprejuiciadas, a lo mejor es cierto, aunque esta chica siempre me pareció muy decente… El viejo se murió hace un año, más o menos. Los otros nenes que viste, seguramente son vecinitos. Ella tuvo uno nada más. -y agregó con inocente sinceridad- Me parece que se llama Marcos, como vos… ¡Qué casualidad!, ¿no es cierto?

Mi madre continuaba hablando, pero yo no la escuchaba. Sentía que en cualquier momento, el cielo se caería sobre mi cabeza. Mañana iré a ver a la querida miss Betty. Primero, porque necesito saber la verdad; si ese niño es mío, afrontaré mi paternidad. Si no lo hiciera, nunca más podría considerarme un hombre. Me sentiría poco menos que un insecto. ¡Quién sabe cuánto habrá sufrido, casada con ese hombre! ¡Pobrecita, no sé si podré resarcirla de tanto dolor…!

Luego se lo contaré a Judith; mi esposa es una gran mujer, y estoy seguro que comprenderá. Y al volver hablaré muy seriamente con mi padre. Ya casi no me caben dudas de que él lo supo, y me alejó de Buenos Aires para evitar el escándalo. Un escándalo, que tal vez mañana, estallará con toda su furia en esta casa...

Marga Mangione


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sábado, 9 de febrero de 2008

LAS LENTES DE AUMENTO

Mención de Honor
Centro Cultural Belgrano R
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Año - 2005


Cuando Rogelio compró la casa, pensó que a su mujer no iba a gustarle. Preocupado por convencerla para irse a vivir allí de inmediato, le prometió que la arreglaría un poco al principio y luego, cuando ya estuvieran instalados, podría realizar modificaciones para hacerla más cómoda y confortable.
El señor de la inmobiliaria era un tipo extraño, pero muy buen vendedor. Lo había seducido de inmediato, persuadiéndolo de la conveniencia de adquirirla. Además de ponderar todas las virtudes de la vivienda, le dijo que los muebles antiguos de fina madera que tenía en todos los ambientes, estaban incluidos en el precio, que le haría un buen descuento por pago al contado, y que le garantizaba la excelente calidad de los materiales que se habían utilizado en la construcción, dándole su palabra de reemplazarlos en caso de que hubiese algún problema. Sin pérdida de tiempo, Rogelio sacó el dinero que tenía ahorrado en el banco, y realizó la compra.
La casa estaba un poco alejada del centro del pueblo, pero eso no sería inconveniente. No necesitaban salir para ir a trabajar. Su mujer era una afamada modista y cosía para las casas de moda más importantes de la Capital. Le traían las telas y los modelos a domicilio, y también allí los iban a retirar una vez confeccionados.
Él fabricaba lentes, y lo haría en el sótano, donde también almacenarían los víveres para el invierno, ya que en San Cristóbal la época invernal era cruenta y difícil. A veces la nieve se acumulaba en los caminos y era imposible trasladarse al pueblo para proveerse de lo necesario para subsistir.
Se mudaron a mediados del verano, con tiempo suficiente para prepararse para el largo invierno. Rogelio hizo acopio de leña para la estufa, acondicionó las habitaciones, limpio y pintó de colores claros las paredes y preparó el gran living para que su mujer cosiera a gusto. Puso la máquina de coser frente a la ventana, para que tuviese buena luz, y a un lado de la estufa, para que no pasara frío. Los tenderos tenían grandes automóviles provistos con neumáticos a prueba de hielo y nieve, por lo tanto, no habría problemas para recibir las telas, y entregar luego las delicadas y finas prendas que Francisca confeccionaba. Gracias a Dios, ella no había puesto reparos. Al contrario, la casa le había gustado y manifestaba estar muy cómoda allí. Rogelio se sentía feliz como nunca antes en su vida.
El sótano era amplio y estaba bien iluminado por medio de dos ventanas fijas con vidrios dobles, ubicadas sobre una de las paredes, cerca del techo. Estaban orientadas hacia el norte, por lo que en los días soleados, durante toda la tarde tenían mucha luz. A veces, la nieve las cubría, y era imprescindible palearla para poder trabajar durante el día, sin consumir demasiada electricidad. Pero a Rogelio esto no le causaba problemas. Como también poseía una enorme chimenea que lo mantenía caldeado, instaló allí sus herramientas y trabajaba cantando todo el día, mientras fabricaba las lentes. Cónicas, convexas, para anteojos, para máquinas fotográficas, microscopios, o para delicados instrumentos de cirugía.
Por las noches, después de la cena, el matrimonio comenzó a leer libros de una hermosa y bien provista biblioteca que estaba en el comedor. La habían heredado del dueño anterior, a quien, según el señor de la inmobiliaria, no le interesaban. Cuando el martillero observó que Rogelio los miraba asombrado, se apresuró a decirles que si no los querían, podían sacarlos a la calle. Pero ellos, encantados de poseerlos, habían agradecido el precioso regalo. Eran ediciones muy antiguas, con hermosas ilustraciones y textos apasionantes.
Comenzaron por los libros que estaban en los estantes de abajo. Y luego, sin prisa y sin pausa, continuaron hacia arriba. Pasaron los días, los meses y, mientras más ascendían en los estantes, más pequeñas les parecían las letras de los libros, por lo que debieron usar lentes de aumento para poder leerlos.
Pero muy pronto esas lentes fueron insuficientes. Quizás se debía a que en realidad las letras eran cada vez más chicas, o tal vez, la vista de ellos iba disminuyendo, por lo que Rogelio decidió fabricar dos enormes lupas.
Por nada del mundo deseaban abandonar la lectura; los textos resultaron tan interesantes, que ya no leían sólo por las noches; lo hacían durante todo el día. Estaban tan fascinados con esos libros, que no tenían tiempo, ni voluntad, para hacer otra cosa.
Poco a poco fueron abandonando sus tareas habituales. En consecuencia, cuando sus patrones, o los eventuales clientes, iban a buscar los trabajos que habían encargado, se encontraban con excusas del matrimonio, que postergaba la entrega, prometiéndola indefectiblemente para la semana siguiente, pero jamás cumplían. Al poco tiempo, cansados de ir en vano, ya no regresaron. A ellos no les preocupó esto, al contrario, se alegraron de poder contar con más tiempo para la lectura. Ya volverían a trabajar al concluir de disfrutar ese maravilloso tesoro literario.
Rogelio terminó de pulir las lupas. Rebosante de alegría llamó a su esposa, y ambos se instalaron cómodamente al lado de la chimenea, llevando en sus manos dos hermosos ejemplares que habían tomado del estante superior. Eran los últimos. Ya no quedaba ningún otro libro para leer en esa biblioteca. Estaban contentos, ya que una vez finiquitada la lectura, podrían recuperar su vida normal.
Los libros tenían tapas de cuero color marfil. Tal vez eran las obras completas de algún autor, o formaban parte de una colección, porque eran idénticos. El título era muy atrayente; resaltado en letras doradas decía: “El Duende del libro”, y eran los tomos I y II. Sonrientes y satisfechos, los abrieron y se dispusieron a leer. Por un instante clavaron la vista en el libro que cada uno tenía sobre las rodillas. Luego levantaron sus rostros y se miraron con los ojos desorbitados por el asombro.
¿Viste eso? -se preguntaron uno al otro- Pero ninguno logró contestar. La mano del duende del libro los había atrapado, y ambos, atravesando las lupas, pasaron a ser otra figura decorativa en las páginas de los antiguos libros.
Pocos días después, el extraño señor de la inmobiliaria, volvió a colgar el cartel de venta en el frente de la vieja, y no menos extraña casa...
Marga Mangione

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TE GUARDO EL SECRETO...

Publicado en el libro "Misceláneas"
-Historias para leer una tarde de lluvia-




Desde muy chiquita, Camila supo guardar secretos. Aprendió a muy tierna edad; pues sus padres se llevaban muy mal y se ocultaban las cosas mutuamente. Siempre escuchaba frases como:

-¡Qué no lo sepa tu padre...!
-¡Qué no se entere tu madre...!

Y ella, se callaba. Siempre se callaba. Cuando comenzó a ir a la escuela, aprendió a no decir esta boca es mía, para evitar problemas con sus compañeros. Si le preguntaban:

-¿Sabés que Martita? o ¿Te enteraste que Julito?

Ella siempre decía no saber nada del asunto. Pero sus compañeritas y compañeritos, sabían que no era cierto. Camila sabía, pero se callaba. Siempre se callaba. Por eso empezaron a contarle sus más recónditos secretos, y después investigaban con sus mejores amigas para ver si les había contado algo. Pero nunca se enteraron de una infidencia de Camila.
Pasaron los años, la niña se convirtió en una señorita alta y delgada como una espiga. Era hermosa, pero tan flaquita, que daba la impresión que le viento se la iba a llevar. Su madre afirmaba que no comía por escuchar secretos, pero ella pensaba que su madre, era una exagerada.
Comenzó el secundario y todo siguió igual con sus compañeros. En cuanto a sus padres: se separaron, cada uno por su lado rehízo su vida y siempre la misma cantinela:

-¡No le digas a tu madre...!
-¡No le vayas a contar a tu padre...!

A eso se sumaron los secretos de amoríos entre sus amigos y compañeros: Silvita salía con Julián, pero Camila la vio con Pedro. No dijo nada. Juancito era el novio de Adriana, y se le había tirado un lance a Marilina, quien se lo contó a Camila, que tampoco dijo nada...
Sería imposible enumerar la cantidad de secretos que la chica guardaba.
Al ingresar a la universidad, los secretos que le contaban eran cada vez más importantes y por eso debía dedicar horas a cada uno de sus confidentes. Entonces ya no le alcanzaba el tiempo para estudiar, y se vio obligada a abandonar la carrera. ¡Porque Camila era incapaz de no atender a sus amigos...!
Su madre le reprochaba tanto que hubiese dejado de estudiar, que cansada de soportarla, consiguió un empleo y se fue a vivir sola. Pero... por atender los secretos de sus amigos, desatendía sus obligaciones, y la despidieron.
Desesperada porque no conseguía trabajo, fue a visitar a su padre para hablarle del problema. Él, no le hizo caso, pero su nueva mujer le dijo muy suelta de cuerpo:

-Decíme nena... ¿por qué no cobrás por escuchar las confidencias de tus amigos? Ellos te están robando el tiempo, así que si vos no podés trabajar para atenderlos, lo justo es que te compensen, ¿no te parece?

A Camila le pareció un despropósito y una estupidez, pero como siempre, guardó silencio. Al día siguiente la visitó una de sus amigas, para contarle un gran secreto. La hizo entrar a su pequeño departamento con la intención de escucharla, pero estaba tan deprimida que su amiga lo notó enseguida y le preguntó preocupada:

-¿Qué te sucede Camila? ¿Te sentís mal?

Pero ella no pudo hablar, pues no estaba acostumbrada a contar sus secretos o sus problemas a los demás; jamás lo había hecho. No supo qué decir, y se largó a llorar. Su amiga asustada insistió en que debía dcontarle qué le sucedía. Entonces ella le respondió:

-Dejé de estudiar para poder escuchar a mis amigos, ustedes trajeron a sus amigos, entonces tuve que escuchar a un montón de personas y descuidé mis obligaciones. Ahora me quedé sin trabajo. Mi familia está dividida y no encuentro ayuda. Ayer fui a visitar a mi padre y su nueva esposa opina que yo debo cobrar para escuchar sus secretos. Creo que está loca, pero yo estoy desolada, pues no encuentro un nuevo empleo y este mes, ya no tengo para pagar el alquiler y los servicios. -y entre sollozos agregó- ¡Dios mío, qué voy a hacer!

Su amiga le contestó de inmediato:

-¡Cobrar para escuchar a la gente! Tu madrastra tiene razón. Tenés que cobrar, si no, te vas a morir de hambre, querida!

-¿Vos estás segura, Elizabeth? ¿Cómo voy a cobrar para escuchar a mis amigos?

-¿Y cómo vas a hacer para pagar tus gastos, si nadie te da dinero? ¡Te vamos a pagar, y yo la primera! Vamos a fijar una tarifa. Digamos... ¡cinco pesos la hora! ¿Te parece...? Y quién no pueda pagarte, tendrá que traerte alimentos o compensarte con trabajo, por ejemplo: limpiarte el departamento, hacerte las compras, pagarte los servicios... ¿Qué te parece? Estaría bueno, ¿no?

A Camila se le habían iluminado los ojos. Sería la solución, ya no tendría que dejar a toda esa pobre gente sin una amiga que supiera guardar sus secretos, ya que para ellos era tan importante. Por eso, desde aquel día, Camila se encerró en su departamento a escuchar y guardar secretos.
Y sucedió que cada vez más gente decía que no podía pagarle, y junto con el secreto, le dejaban una torta, unos panecillos caseros, un par de huevos, unas latitas de atún, verduras, arroz, fideos... ¡Y hasta plantas, flores y adornos!
Camila empezó a comer entre secreto y secreto. Y cuando se quedaba sola, mientras ordenaba en su departamento los regalos que le habían traído ese día, y que ya se apilaban hasta el techo, cocinaba y comía. Pero llegó un momento en que la comida era tanta, que tuvo que pedir que le trajesen ropa, pues de tanto comer y comer, comenzó a engordar, y ya no tenía qué ponerse. Claro, era porque se sentaba a las ocho de la mañana y recién se levantaba de la silla a las doce de la noche. Y durante todas esas horas, escuchaba y comía. Comía y escuchaba. Y parece que tanto la engordaban los dulces y los postres, como los secretos.
Un buen día se dio cuenta que cada secreto la hinchaba un poquitito más y, como es lógico, comenzó a preocuparse. Pero... ¿a quién se lo podía contar? Ella no tenía ningún confidente. Es más, si se le hubiera ocurrido hablar mientras alguno de sus contadores de secretos, estaba contando su secreto, creería que estaba loca, pues jamás lo había hecho...
Ya no tenía familia pues nunca tuvo hermanos y sus padres habían fallecido. Estaba sola en el mundo. Sola con sus secretos. Sus secretos que pesaban cada vez más, porque engordaban con ella.
Como no podía salir para nada, le pidió a una amiga que se había quedado sin trabajo y sin casa, que se quedase a vivir con ella para ayudarla, pues ya casi no podía caminar por la gordura. Pero se presentó un grave problema: el departamento era muy pequeño y lo que se hablaba en el dormitorio, se escuchaba en la cocina, el living, y hasta en el baño. Y sus amigos no querían que nadie más escuchase sus secretos, pues no confiaban en nadie más que en Camila. Ante tal dilema, no tuvo más remedio que quedarse sola...
Se movía con dificultad y casi no cabía en el baño. Ya no se acostaba, pues le hubiera sido imposible levantarse sola de la cama.
Un día fue a visitarla una señora de la que todos hablaban en la Ciudad, pues parece que conocían sus secretos y opinaban que tenía muchos... Nadie supo qué pasó. ¡Una terrible explosión derrumbó casi todo el edificio donde vivía Camila!
Los bomberos comentaron que tal vez se trató de un escape de gas. La policía no hizo declaraciones, sólo dijeron que estaban investigando el origen de tan tremenda explosión y derrumbe...

Pero yo creo que los secretos que guardaba Camila, junto a los que le contó su nueva confidente, terminaron de hinchar el cuerpo de la pobre mujer, que, incapaz de contenerlos... ¡explotó!


Marga Mangione

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viernes, 8 de febrero de 2008

EL ESTRENO


2º Premio Narrativa etapa Municipal
Torneo Abuelos Bonaerenses Año 2001
Publicado el mismo año en el libro "Misceláneas"
(Historias para leer una tarde de lluvia)




La sala estaba repleta, no quedaba un sólo asiento vacío y Celina consideró que era lógico. Habían anunciado el estreno mundial de esa película con bombos y platillos. Además, las entradas se vendieron a un precio promocional, casi la mitad de lo que habitualmente costaban. Ella la había comprado con anticipación por teléfono, pagándola con su tarjeta de crédito. Por eso no tuvo que hacer esa larga cola que presenció un rato antes de entrar al cine. Sólo tuvo que dar un número de código para retirarla.
Las localidades eran numeradas. Un simpático acomodador muy jovencito y agradable la llevó hasta su asiento y aceptó con una graciosa reverencia la moneda que le dio a cambio del programa.
En ese momento, a punto de comenzar la función, todos los espectadores ya tenían colocados los anteojos con marco de cartón y lentes de celofán rojo que se usan para ver películas en tres dimensiones. Sintió ganas de reírse por lo cómicos que parecían, pero se contuvo. Si la veían iban a pensar que estaba loca.
Se apagaron las luces y comenzó la proyección. Los colores no le gustaron, eran fuertes y muy brillantes. Sobre todo los del vestuario de los artistas. Pero los personajes estaban muy bien logrados. Se trataba de unos extraterrestres estrafalarios y raros, como los de todas las películas que había visto con anterioridad. Habían llegado a la tierra con intención de dominarla, dado que en su planeta ya no podían vivir.
Esta vez, los invasores tenían un extraño poder: sólo con la mirada podían obligar a las personas a hacer cualquier cosa. El líder, o emperador, dominaba también a sus congéneres. Si había alguno de ellos que se compadecía de algún ser humano, lo aniquilaba de inmediato.
El éxito de los extraterrestres era total; en pocas horas dejaban la tierra sin ningún habitante. Por supuesto, la acción transcurría en New York. Lo increíble era que no había violencia de ninguna clase. No se veían explosiones, ni se tiraban abajo los gigantescos rascacielos. Todo era muy sencillo: obligaban a la gente a irse... y todos se iban. Pero Celina no había entendido bien a dónde se iban, tal vez porque no estaba muy claro, o porque se aburría soberanamente y en consecuencia, no prestaba la debida atención a la acción del film. En realidad, esa película le parecía un bodrio.
De pronto se dio cuenta que en lugar de ver la función, estaba pensando en volver a su casa y disfrutar con su marido de un riquísimo pollo que había dejado en la heladera, ya cocido y listo para calentar en el horno de micoondas. Se le hacía agua la boca. Lo preparó relleno con ciruelas pasas y nueces. Había quedado todo doradito... ¡Una verdadera delicia! Tendría que preparar una ensaladita, pero eso era lo de menos. Pasaría por una vino teca y compraría una botella de un buen torrontés. A Rodolfo le encantaría. Y después... a disfrutar solos y muy juntitos del inmenso amor que se profesaban.
Su marido era un amante maravilloso, el recordarlo le hacía sentir cosquillas en las venas, como si tuviera champagne en lugar de sangre.
Se sintió tan feliz que se olvidó por un momento dónde estaba. Pensó que Rodolfo, además de adorarla a ella, adoraba la buena mesa y sabía premiarla por sus exquisitos menús. Y ella... ¡se los preparaba muy a menudo, por cierto!
Sin muchas ganas, volvió a prestar atención al espectáculo. Ahora la gente había desaparecido por completo y los extraterrestres comenzaban a ocupar todo. Se instalaban en las hermosas mansiones y en las enormes torres. Copaban las fábricas, las oficinas. Se apropiaban de todos los bienes...
Desde el comienzo de la función, Celina lamentó haber ido al cine. El tema no le gustó por lo trillado. ¿Cuántas películas se hicieron con ese argumento? -se preguntaba- Entonces se acordó de que el título era hermoso, y que éste la había tentado a verla. Se llamaba "Y love recommenced" y se tradujo al castellano como: "Recomenzar con amor" ¡Y ella era tan romántica, que en cuanto escuchó el título se propuso verla! Tanto las propagandas que había visto en diarios y canales de televisión, como los avances en otros cines, mostraba a una pareja de enamorados que reiniciaba su vida en una nueva ciudad, después de una terrible tragedia. ¡Nada que ver con lo que en realidad estaba viendo! Se sintió estafada y muy enojada por haber perdido el tiempo inútilmente. Tampoco lograba entender la relación del título con la historia que se mostraba.
Por suerte Rodolfo se había negado a acompañarla a pesar de sus ruegos, si no, en ese momento estaría furioso. O tal vez se habría marchado antes del final, pues no era tan paciente como ella. En realidad, Celina hubiera querido irse del cine, pero sin saber muy bien por qué, se quedó sentada en su butaca moviéndose inquieta a cada rato. Por eso en medio de la acción, su mente volaba hacia escenas de su vida con Rodolfo, que la hacían sonreír de placer.
Giró la cabeza a ambos lados para convencerse de que nadie la estaba mirando, su sonrisa la convertiría en un bicho raro entre la gente que veía esa película tan trágica y lamentable. Pero todos los espectadores estaban absortos en la pantalla gigante del cine. Se encogió de hombros pensando: "sobre gustos no hay nada escrito"
Al terminar la función, aunque aún no se habían encendido las luces y la música todavía sonaba con fuerza por toda la sala, Celina se levantó de prisa y comenzó a caminar en la oscuridad por el pasillo del cine. Quería irse a casa. Quería, más que nada, estar con Rodolfo. Eso la resarciría de esa velada tan absurda.
Estaba saliendo a la calle y una luz blanca, muy intensa, interrumpió sus pensamientos. Creyó por un instante que aún era de día y que el sol estaba brillando. Desorientada observó su reloj y vio que eran las diez y media de la noche. Llena de curiosidad, empezó a salir de en medio de la multitud apiñada en la puerta del cine.
Estaba en una calle peatonal, así que no le llamó la atención que hubiese mucha gente caminando, lo extraño era la luz...
En ese momento, un señor que salía a la par suya, la golpeó y la hizo trastabillar. Lo miró enojada pensando recriminarle por el empujón, pero el hombre siguió caminando sin pedirle disculpas. Le pareció que había pasado a su lado sin siquiera notar su presencia. Eso tampoco le llamó la atención, últimamente la gente parecía no pensar nada más que en sí misma. Se acomodó el saco y la cartera que se había deslizado de su hombro, con gesto de resignación.
Observó en derredor y comprobó extrañada que todos caminaban en la misma dirección. Se pegó a la pared porque sintió que la arrastraban y de repente notó que las personas pasaban por cientos, por miles. Todos tenían la mirada dirigida hacia un punto fijo en el cielo, y avanzaban con lentitud, pero sin pausa. Al principio sintió asombro, pero después, un miedo atroz comenzó a dominarla.
Entonces la vio: era una nave igual a la que mostraban en la película y estaba detenida en el aire, a unos veinte metros del piso. La intensa claridad provenía de la base de la misma y era de una potencia increíble. Jamás había visto una luz tan blanca y brillante como ésa, que convertía la noche en día. Comprobó con estupor, que a pesar de su tremenda intensidad, no le hacía mal a la vista. La podía mirar directo sin que le obligara ni siquiera a entornar los ojos.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y las piernas se le aflojaron. Aún en contra de su voluntad, fue deslizándose lentamente por la pared hasta quedar sentada sobre la vereda, y sintió que se había mojado a causa del susto que tenía. No podía moverse y por más que se esforzaba, no alcanzaba a comprender lo que sucedía. Estaba aturdida y avergonzada, jamás le había pasado algo similar. Transcurrido un lapso que no podría precisar cuánto duró, reaccionó y se levantó. Su traje sastre de color beige tenía basura de la vereda pegada a la falda mojada, pero eso no le importó. Temblaba como una hoja agitada por el viento y no lograba poner en orden sus ideas.
Empezó a pensar con mucha dificultad; ella vivía a unas pocas cuadras de distancia y en sentido contrario a la dirección que había tomado la gente, así que si corría pegada a la pared, que era el único lugar relativamente libre, en pocos minutos estaría a salvo. El problema surgió en el cruce de las calles, a duras penas logró pasar entre la multitud que crecía sin cesar. Se quitó los zapatos con tacones y emprendió una loca y trabajosa huida. Quería llegar a su casa, meterse entre los brazos de Rodolfo y no salir de allí nunca más...
Llegó sudorosa y jadeando. La puerta del edificio estaba abierta de par en par. Quiso utilizar el ascensor, pero como pasaba a menudo, no funcionaba. Entonces subió de dos en dos los escalones. Por suerte, sólo eran tres pisos. Entró al palier y vio que las puertas de todos los departamentos estaban abiertas, incluso la del suyo. Entró sin poder reprimir el temblor que la agitaba de pies a cabeza. Rodolfo tendría que estar esperándola, así lo habían acordado. Lo llamó varias veces sin obtener respuesta, pero había señales evidentes de que había estado allí, porque el cenicero de la mesa del living contenía dos colillas de cigarrillos y estaba segura de haber dejado todo limpio antes de salir.
Se preguntaba desesperada qué estaba pasando, y a pesar de la angustia que la embargaba, sabía que algo tenía que hacer, no podía quedarse de brazos cruzados.
Salió al pasillo y llamó en todos los departamentos, pero nadie le contestó. Fue subiendo hasta el último piso gritando enloquecida de miedo y dolor, pero no encontró a ninguna persona que pudiera ayudarla. Llegó a la terraza. Desde allí se divisaba la extraña nave. Era tan grande que a pesar de estar a mucha distancia, pensó que si extendía la mano podría tocarla. Una gruesa y larga fila de gente avanzaba hacia ella, y a medida que pasaba por debajo de la luz, desaparecía.
Era una situación horrible, jamás pensó en llegar a presenciar algo así. Con el ánimo destrozado, comenzó a descender con lentitud. Cada vez se sentía más y más aterrorizada por lo que estaba viviendo. Por un instante pensó que se trataba de una pesadilla y sentándose en un descanso de la escalera, cerró los ojos, juntó sus manos y comenzó a rezar para que terminara. Pero de inmediato comprendió que era inútil.
Al volver a pasar frente a las puertas de los departamentos de sus vecinos, escuchó que en todos se oían voces suaves, como una especie de murmullo, pero no se animó a entrar en ninguno. Rápidamente se metió en el suyo. Del dormitorio salía el eco de una conversación mantenida en voz muy baja. Sintió un pánico atroz, pero tomó coraje y entró con sigilo. Entonces comprobó estupefacta que el televisor estaba encendido, y que estaban pasando la misma película que había visto en el cine.
Su mente se aclaró. Recién en ese momento se dio cuenta de todo. No era ficción o pesadilla, se trataba de las más terrorífica realidad. ¡La ciudad que aparecía en la pantalla del televisor, era Buenos Aires, no New York! Y aquella extraña nave... no se tragaba a la gente, estaba suspendida sobre el Río de la Plata y hacia allí los estaba guiando a todos, menos a ella...
No dudó más. Corrió a la calle y comenzó a buscar a Rodolfo entre la muchedumbre. Caminó abriéndose paso con dificultad hacia el lugar donde estaba la nave, buscando entre todos los rostros el de su amado esposo. Su angustia aumentaba a cada instante, pero por más que se esforzaba, no lograba encontrarlo. Era tan grande el número de personas que caminaba hacia el río, que era casi imposible que diera con él.
Todos caminaban tranquilos y en absoluto silencio. Ni siquiera parpadeaban. Sólo ella lloraba y gritaba en vano, porque nadie la escuchaba. Sus medias se habían roto y el asfalto quemaba sus delicados pies, que empezaron a sangrar, pero no hizo caso, a pesar del dolor que le estaban produciendo. Lo único que deseaba era encontrar a Rodolfo y sacarlo de allí como fuera.
Cuando se encontraba a unos cincuenta metros del borde de una dársena del puerto, observó que hombres, mujeres y niños se arrojaban al agua, donde desaparecían de inmediato. ¡No se los estaba tragando la nave, como había creído!
Un grupo de horribles extraterrestres, vestidos con esas ropas de colores chillones que en la película le habían disgustado tanto, estaban supervisando todo, parados sobre un extraño vehículo. Miraban impasibles como desaparecían lo seres humanos en las oscuras y sucias aguas del río. De pronto sintió que la sangre se le paralizaba en las venas. En la orilla, a punto de saltar al agua, estaba Rodolfo, el único hombre que había amado en su vida. Le gritó tanto y tan fuerte, que su voz se le quebró en la garganta. Pero a pesar de sus gritos desgarradores, él no la escuchaba.
Comenzó a avanzar apartando a las personas que le impedían el paso, pero nadie le cedía lugar.Se vio obligada a empujarlos con fuerza porque todos caminaban como si estuvieran hipnotizados, y además de ciegos y sordos, eran insensibles a los golpes que Celina les daba. Era un esfuerzo sobrehumano, pero tenía que llegar, ¡necesitaba llegar! Varias veces tropezó y estuvo a punto de caerse. Trataba de conservar el equilibrio sosteniéndose de la gente, porque estaba segura que si caía, esa horda de zombis la aplastaría. Con entereza, se reponía de inmediato y seguía adelante luchando con denuedo en su afán por alcanzar a su marido.
Ya estaba cerca de la orilla y un pequeño claro entre la gente le permitió avanzar. Esperanzada, corrió con la ilusión de llegar hasta Rodolfo para rescatarlo antes que saltara. Sin mirar dónde pisaba, tropezó con una piedra y cayó de bruces... Sus gruesos anteojos traídos de Alemania, que según el óptico que se los había vendido, tenían los primeros lentes de ese tipo que se fabricaban en el mundo, se estrellaron con violencia contra el piso de cemento y sus cristales estallaron en mil pedazos.
Diminutos diamantes brillaron ante sus ojos. Fue lo último que la pobre mujer pudo ver. Las lágrimas arrasaron sus ojos. Metió la mano en el bolsillo de su saco en busca de un pañuelo y encontró los lentes tridimensionales que le dieron en el cine y que no había usado porque le daba vergüenza ponérselos encima de sus gruesos anteojos. Un grito desgarrador rompió el silencio. Recién en ese momento Celina comprendió lo que en realidad le estaba pasando.
Sin dudar, ni vacilar un sólo instante, se levantó, se los colocó, y avanzó entre la gente hacia el lugar donde su amado esposo, acababa de arrojarse al agua...



Marga Mangione

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