lunes, 27 de octubre de 2008

EL TEATRO DE LA ÓPERA

1º Premio en el Certamen JunínPaís2008
Consistente en $ 1.000,- en efectivo,
Certificado de Ganador,

Plaqueta, Diploma de Mención de Honor,
devolución del dinero del pasaje

Edición de 130 Libros de 70 páginas con mis cuentos,
de los cuales me entregarán 100 y el resto será
distribuido en Bibliotecas y Entidades Afines





El Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda, había estado cerrado durante más de un siglo. Las nuevas autoridades municipales decidieron que debían refaccionarlo, por tratarse de un monumento histórico. Reliquia que, con toda seguridad, le dejaría muy buenos réditos a la administración pública, y por qué no, a los bolsillos de los funcionarios de turno.

La noche de la inauguración actuaba la Orquesta Sinfónica Nacional de España, dirigida por el famoso músico Pedro Rafael de Villalobos, un señor de edad indefinida que vestía un traje de color negro mate con las solapas de raso, camisa blanca y un moño, también de raso negro, completaba el elegante atuendo. La sala estaba colmada. Cuando se abrió el telón de terciopelo rojo con guardas bordadas en oro y plata, la enorme agrupación orquestal lucía sus mejores galas en el flamante escenario.

Comenzó el concierto. Las notas se desgranaban sobre nosotros, como un torrente de frescas gotas de lluvia que nos empapaban el alma. Los músicos, absortos en sus instrumentos, parecían ignorar la ansiedad del público que los escuchaba embelesado. Me sentí transportada por esos maravillosos sonidos y cerré los ojos, mientras mi mente volaba lejos de esa sala, girando bajo un cielo azul intenso, donde brillaban millones de estrellas refulgentes como diamantes.

La música terminó y la multitud comenzó a aplaudir enfervorizada. El ruido de los aplausos me devolvió a la realidad. Abrí los ojos y los fijé en la enorme orquesta. Cada uno de los hombres y mujeres que la integraban, se había puesto de pie y saludaban con impecable corrección. Allá arriba me parecieron dioses. Enormes dioses generosos y magnánimos, que nos regalaban el virtuosismo de sus instrumentos. Cuando cesaron los aplausos, y los músicos volvieron a sentarse, el director levantó la batuta, mientras todos esperábamos anhelantes las nuevas melodías que nos llenarían de placer.

Entonces sonó una nota, sólo una nota que retumbó con furia contra las paredes del salón, cuya asombrosa acústica la devolvió aumentada. Aguda, sostenida, monocorde, se elevó por los aires un instante, y allí murió, débil e irrelevante, ante el asombro de todos los presentes.

El director titubeó un momento; carraspeó, y dio unos ligeros golpecitos con su batuta sobre el atril. Volvió a levantarla haciéndola girar levemente en el aire, mientras elevaba su brazo izquierdo con la mano abierta, dispuesto otra vez a conseguir una magistral actuación de su no menos magistral orquesta. Dio la orden para que comenzaran a tocar, y otra vez volvió a sonar esa nota aguda, atravesando el silencio, y clavándose como un dardo afilado en nuestros oídos. Quedamos petrificados en nuestras butacas. Era un sonido irreconocible. ¿De dónde venía? ¡Tal vez alguno de los músicos se había vuelto loco! No había otra explicación, pues el horrible sonido contrastaba por completo con la armonía anterior.

El hombre que dirigía la orquesta, trémulo de furia, barrió el escenario con sus ojos agrandados por el asombro. Ninguno de los músicos había movido un sólo músculo de su cuerpo. En medio del asombro que sentían, parecían estatuas de cera. El director, perdiendo la compostura les gritó que eso era un concierto y que no iba a tolerar ninguna falta de respeto. El público estaba como sobre ascuas, mientras los músicos permanecían estáticos. Observé que todos ellos miraban hacia el techo del teatro. Seguí su mirada, pero no noté nada en absoluto. Sólo la enorme araña con sus tenues luces, relucía en la semipenumbra.

La batuta del director volvió a pedir atención, tratando de reiniciar el concierto. Por tercera vez volvió a escucharse esa maldita nota; pero su sonido, esa vez fue tan fuerte, que estallaron todas las lámparas que iluminaban el recinto, dejándolo a oscuras por completo.

La gente comenzó a gritar espantada. Por el micrófono, un locutor pidió serenidad hasta que se encendieran las luces de emergencia. Fue entonces cuando el instrumento comenzó a sonar con infernal estridencia, en un extraño concierto desafinado y ensordecedor. En ese momento vimos una silueta de hombre con un sombrero de copa negro y una capa del mismo color que lo cubría del cuello a los pies, flotando sobre nuestras cabezas. Su cuerpo, iluminado por un resplandor rojizo, dejaba ver una trompeta que llevaba entre sus manos.

El sonido se tornó insoportable y los aterrorizados espectadores comenzaron a levantarse de sus asientos, corriendo hacia la salida gritando y atropellándose unos con otros, mientras se cubrían los oídos con las manos. Temblando como una hoja, quedé petrificada en mi butaca mientras contemplaba la dantesca escena iluminada por el rojo reflejo que cubría a ese espectro o aparición. No podía creer lo que estaba sucediendo. Cuando se encendieron las luces de emergencia, cesó el estruendo y como por arte de magia, el ente desapareció de nuestra vista, como sucede cuando una pompa de jabón estalla en el aire. En pocos minutos no quedaba nadie en el teatro. La gente huyó despavorida mezclada con el director y sus músicos, que escaparon dejando tirados sobre el escenario los valiosos instrumentos.

Al día siguiente los diarios locales y nacionales, hablaban de la reaparición en el Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda, del fantasma del músico austriaco Johann Van Stroffen, que fuera asesinado en ese mismo lugar en el año 1878. Referían la historia del músico y la leyenda que precedió al crimen. Van Stroffen era un muchacho de unos treinta años, alto y elegante, de cuerpo atlético y rostro de una belleza increíble, en el que se destacaban sus ojos de color azul violáceo. Tocaba en forma admirable la trompeta, habiéndose graduado con honores en el conservatorio de Viena. Llegó a la Argentina contratado para incorporarse a la Orquesta Sinfónica del Teatro, que por ese entonces dirigía el maestro Jacinto Hilarión Valverde, un señor de unos sesenta años, casado con Lucila López, una jovencita de apenas veinte, cuyos padres la habían entregado por interés a un hombre que le triplicaba la edad.

Johann se enamoró perdidamente de Lucila, y ella, que odiaba a su marido viejo y feo, al ver la belleza y prestancia del joven músico, también se volvió loca de amor por él.

Comenzaron una relación prohibida a escondidas de su esposo. Pero el señor Valverde no era tonto, y pronto descubrió la infidelidad. Sin embargo nada les dijo. Espero la oportunidad de vengarse, y no encontró mejor modo de hacerlo, que arruinando la carrera del joven que había traicionado su confianza. Una tarde en la que se encontraba tomando mate a la sombra de un viejo tilo, vio llegar al muchacho portando su instrumento para el ensayo que comenzaría en pocos minutos. Lo llamó con fingido afecto ofreciéndole compartir la estimulante bebida, mientras dándole la espalda, enterraba el pico de la bombilla entre las brasas ardientes del fogón, donde se calentaba la pava.

Johann no sabía tomar mate, pero por no despreciar al director, a quien temía bastante, aceptó. Apenas posó su boca en la bombilla casi al rojo, sus labios se adhirieron al hierro candente. El pobre muchacho dejó caer el mate y al quitarse la bombilla de la boca, trozos de sus labios quedaron pegados a ella. Desesperado, el joven lanzó un grito desgarrador.

El viejo director, simulando asombro y solidaridad, se ofreció a llevarlo al hospital para que lo curasen. Allí le dijeron que nunca más podría tocar la trompeta, pues la quemadura en su boca era de tal magnitud, que le había cercenado parte de la carne de sus labios. Valverde le dijo que lo mejor era que se volviera a su país, donde su familia lo ayudaría en tan difícil trance. Johann no aceptó irse, amaba demasiado a Lucila y no quería separarse de ella. Le rogó al director que le diese cualquier empleo en el teatro, y Valverde aceptó de mala gana, proponiéndose vigilar al muchacho y a su mujer día y noche.

Johann intentaba volver a tocar la trompeta, pero sus labios mutilados sólo le permitían arrancar horribles sonidos a su instrumento. Lloraba de pena y rabia pensando que con un accidente tan estúpido; había perdido la oportunidad de triunfar en la vida. Lucila lo consolaba a escondidas. El amor que se profesaban llegó a ser tan grande, que decidieron marcharse juntos de allí…, pero no lo consiguieron. Una noche, mientras ambos hacían el amor en uno de los camerinos que nadie ocupaba, un certero disparo en la cabeza, surgido de entre las sombras, terminó con la vida del muchacho. Nunca se supo quién fue el asesino, pero en el pueblo se rumoraba que lo había hecho Valverde, enterado del engaño.

Pocos días después, desesperada por la muerte de su amado, Lucila se quitó la vida arrojándose al correntoso río Rubí, que corre al sur de Villa Esmeralda.

Empezó una nueva temporada en el Teatro de la Ópera. El director, envejecido y amargado, dirigía la orquesta a duras penas. Los empresarios decidieron jubilarlo, y ofrecieron un concierto en su honor. Valverde se colocaría por última vez frente a sus músicos. Cuentan que aquella noche, cada vez que la orquesta finalizaba una obertura, se escuchaba una nota aguda que nadie sabía de dónde venía. Hasta que esa nota fue tan alta, que se apagaron todas las luces del teatro. Se dice que Valverde se dio vuelta para ver qué sucedía y en medio de la oscuridad vio a Johann, que trataba de tocar la trompeta con sus labios destrozados. De inmediato sufrió un infarto masivo que acabó con su vida. Al día siguiente, durante su entierro, algunos comentaban que el pobre no había podido soportar la muerte de su esposa y su temprana jubilación, pero los más avezados dijeron que el viejo director había visto el fantasma que venía a reprocharle por haberle quitado la vida. Desde entonces el teatro había permanecido cerrado.

Al leer los diarios, muchos nos preguntamos: ¿Por qué volvió Johann Van Stroffen al lugar donde perdió la vida, si su asesino también está muerto? ¿A quién pretende asustar ahora? Pero nadie lo supo jamás, porque… ¿Acaso alguien puede saber lo que se propone un fantasma? Yo me permití pensar que dentro de ese viejo teatro está también el fantasma de la joven Lucila, y que Johann quiere proteger la intimidad del amor que por fin puede disfrutar la pareja. Pero, yo soy una romántica, y a lo mejor me equivoco…

Lo único cierto es que por mucho tiempo, ningún otro funcionario municipal, provincial o nacional, se animará a invertir fondos para reabrir el Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda…

Marga Mangione


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lunes, 3 de marzo de 2008

UN ROBO MUY BIEN PLANEADO

Publicado en Misceláneas -historias para leer una tarde de lluvia- año 2002
Y en el semanario “El Yunque” de Berazategui, escrito en base a un caso real.




Hacía tiempo que rondaba la casa quinta cuyo propietario era el rico industrial López Iribarne. Sabía todo sobre las costumbres de la familia y de los cuidadores. Estaba enterado que los dueños venían a pasar los fines de semana con buen tiempo y poco frío en el invierno, y, que en el verano, la ocupaban toda la temporada.

Conocía a la perfección los modelos y colores de los autos que se estacionaban en el parque. Sabía de quién era cada uno de ellos, y cuando había coches de visitantes nuevos. Ese fin de semana no había nadie. Estaba seguro: era su oportunidad.

La casa tenía gruesas rejas en todas sus ventanas, y en la puerta trasera, que estaba asegurada con un candado de combinación numérica, imposible de descifrar. La del frente no tenía reja, pero era muy robusta y estaba cerrada por dentro con firmes y gruesos pasadores. Lo había comprobado hacía un tiempo al tratar de abrir las cerraduras que cedieron a su hábil mano. Pero tuvo que volver a cerrarlas en aquella oportunidad, para que no sospecharan que alguien había intentado entrar.
Esa noche hacía mucho frío. Estuvo un largo rato pegado al cerco de ligustrina, esperando que los cuidadores apagasen la luz. Echaba aliento sobre sus manos, frotándolas para que no se le congelaran. Los viejos por lo visto no tenían apuro para acostarse, porque la luz permanecía encendida, a pesar que era bastante tarde. No importa, -pensaba- no tengo nada que hacer. Me sobra tiempo.

Los perros estaban sueltos, pero eso no era problema. Durante meses, por las noches, les había hablado pacientemente y después les ofrecía comida a través del portón. Al principio desconfiaban de él, pero luego, se acostumbraron y lo esperaban muy contentos y comían de su mano. Ya lo conocían, se había hecho amigo y no ladrarían.

Al ver que la casa de los cuidadores quedó a oscuras, saltó el portón y los tres enormes perros se le acercaron dóciles, haciéndole fiestas. Lamieron sus manos y comieron la carne que les ofreció. Sonrió satisfecho y se dispuso a trabajar.

El chalet grande estaba en el centro del terreno, que medía más o menos unas dos hectáreas; bien alejado de la calle y de la casa de los cuidadores. Podía estar tranquilo, nadie lo escucharía. Trepó con mucha agilidad por la reja del ventanal del frente y subió al techo de tejas, mojado por el rocío de la noche. Aunque aún no había escarcha, estaba bastante resbaladizo. Caminó con mucho cuidado balanceando el peso de la bolsa con las herramientas. Llegó a la chimenea gigante que coronaba el ala delantera, y preparó sus elementos de trabajo. Con una maza y un cortafierro cortó los pequeños pilares que sostenían la tapa a dos aguas, que evitaba que el agua de la lluvia penetrase en ella. Una vez suelta, la empujó para que se deslizara por el declive del techo. Cayó con lentitud. El ruido del golpe contra el piso de lajas del patio lo sobresaltó. Había calculado que caería sobre un cantero repleto de espesas plantas ornamentales, pero no fue así. Escuchó con atención, pero al recordar que nadie podía oírlo, hizo un gesto de suficiencia. Fue muy sencillo, -pensó- ahora me meto y salgo por la estufa del living. Una vez que agarre todo lo que pueda llevarme, saldré tranquilamente por la puerta de adelante. Estaba alegre, todo lo había salido bien, tan bien como lo había planeado. Se dejó caer con mucho cuidado, sosteniéndose de las paredes, anchas lo suficiente como para contener su cuerpo delgado. Todo seguía bien, muy bien…

De pronto el plano se inclinó; sus piernas resbalaron sobre una superficie lisa y se deslizaron de golpe hacia abajo. Se hundió hasta la cintura. Por un momento quedó aturdido, ¿qué había pasado? Si todo estaba calculado a la perfección, cuidando cada detalle… ¿qué había salido mal? Quiso zafar de esa posición y sus piernas se metieron más en el hueco. Ahora lo comprendía: la chimenea tenía un pulmón de chapa. No era recta, como él creía…

Intentó pensar, no desesperarse. Giró sobre sí mismo con un esfuerzo brutal que lo dejó agotado. Descansó un rato y empezó a intentar subir. Imposible. Sus manos se desgarraban y no se movía ni una pulgada del lugar donde había quedado atrapado.

Dios mío -murmuró asustado- no me des este castigo tan tremendo… ¡Hacé que pueda salir de aquí y te juro que jamás volveré a robar…!

Trató de rezar, pero no se acordaba de ninguna plegaria. Estaba como perdido, obnubilado, su mente no le respondía. Comenzó a gritar con todas sus fuerzas. Ya no se acordaba que la distancia de la casa hasta la calle, o hasta la vivienda de los caseros, era considerable y nadie lo escucharía. El frío comenzó a hacerse sentir. Temblaba y gemía. Ya no gritaba: sabía que era inútil. Pero aún podía pensar que ojalá, cuando amaneciera, alguien entrase a la casa para poder pedirle ayuda. Comenzó a llorar. Quiso pensar en su familia, recordar momentos buenos o malos, que había vivido con ellos y no pudo. Se durmió. O tal vez, perdió el sentido.

Cuando salió el sol, abrió los ojos. Estaba aterido. Trató de moverse y comprobó una vez más, que no podía. Las piernas ya no le dolían, estaban hinchadas e insensibles. Pero las manos, sucias de hollín y cubiertas por las heridas que se había hecho al tratar de escalar a pared de la chimenea, le causaban un dolor terrible. Volvió a gritar de a ratos, pero nadie respondía a su llamado. Trató otra vez trepar, pero sólo consiguió que sus manos se destrozaran aún más y más. Las horas pasaban lentas, ya no tenía noción del tiempo transcurrido. Empezó a oscurecer, y entonces se resignó. No entendía si era su culpa; o si ése, había sido siempre su destino. Lo que sí sabía, es que iba a morir allí.

Pasaron los días y el cuidador, atareado en otros menesteres, no entró al chalet. Una mañana, muy temprano, fue a abrir las ventanas para ventilar, porque el patrón vendría con la familia el fin de semana largo que se aproximaba. Abrió la reja y la puerta trasera y un olor nauseabundo que salió de la casa, lo impulsó de inmediato hacia atrás. Corrió a buscar a su mujer, gritando desesperado:

-¡Vieja…! Vení pronto que acá pasa algo espantoso. ¡Hay un olor a podrido terrible!

Su esposa lo miró asombrada y corrió con él hasta la casa. No pudo entrar, cuando respiró una bocanada de aire sintió náuseas y tuvo que apartarse a vomitar. El olor era insoportable. Entonces el casero llamó al propietario de la casa por teléfono:

-Oiga patrón, ¡tiene que venir enseguida para acá! Es urgente, en la casa grande hay olor a podrido.

-¿Qué decís José? ¿Olor a podrido? ¿Olor a qué?

-Olor a muerto, patrón…

López Iribarne quiso explicarle a su empleado que con seguridad se trataba de algún animal que había quedado dentro de la casa la última vez que la usaron. Le preguntó si afuera estaban todos los perros y los gatos, pero el pobre hombre no podía entrar en razones. Le gritaba que fuera ya mismo, que no se trataba de ningún animal, que había olor a cristiano muerto, él lo sabía muy bien, no podía equivocarse.

-Pero José, no puede ser… ¿qué me estás diciendo? ¿Acaso vos dejaste entrar a alguien sin mi permiso?

-No patrón; ¿cómo se le ocurre que voy a hacer algo así? Parece mentira que después de tanto tiempo que me conoce me diga eso. Yo jamás lo haría…

José estaba, además de asustado, furioso por la duda de su patrón.

-¡Está bien hombre! Tranquilo por favor, ya voy para allá. Mientras tanto llamá a la policía y a los bomberos. ¡No me explico qué habrá pasado!

Cuando todos estuvieron listos, llamaron a dos vecinos como testigos y entraron. Los bomberos tenían máscaras, pero los demás, tuvieron que taparse la nariz con un pañuelo. La sorpresa fue grande, porque no encontraron nada; pero el terrible e inconfundible olor, seguía allí. Uno de los agentes de la policía se acercó a la chimenea y asomándose a su interior, dijo:

-Parece que viene de aquí, pero no se ve nada…

Entonces decidieron subir al techo. Una vez arriba, comprobaron que faltaba la tapa de la chimenea. Se asomaron y el cuadro que presenciaron fue tan terrible, que esos hombres jamás lo olvidarán. Lo que encontraron allí, en algún momento había sido un ser humano. Ahora era una masa informe y podrida. Fue necesario voltear la pared para sacarlo, porque estaba tan hinchado que de otra manera, hubiera sido imposible. El cuerpo se deshizo en pedazos que tuvieron que recoger con una pala.
A pesar que eran hombres acostumbrados a encontrarse con la muerte, nadie se atrevía a hablar. Estaban demasiado horrorizados por lo que estaban viendo. En medio del silencio, un bombero se atrevió a hacer un comentario:

-Alguien que quiso entrar a robar… Le salió mal el asunto… ¡Éste, no lo intenta más…!

Marga Mangione

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jueves, 21 de febrero de 2008

EL SONIDO DEL SILENCIO


Recomendación especial del Jurado por su Calidad Literaria
AYSAND – Asociación de Apoyo y Servicios a Niños con Dificultades
VII Concurso Literario Internacional
Dr. “Santiago Antonio Vera” – año 2007

No sabía por qué se encontraba en ese lugar, pero sí sabía dónde estaba; era un hospital. Pensaba que era una habitación muy grande, de esas que tienen diez, o doce camas, cinco o seis colocadas de cada lado, debajo de unos enormes ventanales.
Las voces y los ruidos hacían que se mantuviera alerta durante todo el día. Escuchaba conversaciones a su alrededor. A veces, alguno de los visitantes de los enfermos de las otras camas, se acercaba y murmuraba algo. Por lo general, sintiendo lástima por él. ¡Pobre pibe! ¿Todavía no se despertó? ¿Qué le pasó? Y el vecino de al lado contestaba: ¡Qué se yo! Lo trajeron así. Un accidente tal vez…
Las enfermeras que lo higienizaban y le cambiaban el suero, le hablaban, pero él, no les contestaba. No podía hablar, no sabía cómo hacerlo. Tampoco podía abrir los ojos.
Nadie lo visitaba nunca. ¿Sería que tal vez su familia no se había enterado que estaba allí? O quizás no tenía familia. Trataba todo el tiempo de recordar qué le había pasado, pero era en vano, no recordaba nada.
Los días pasaban; monótonos, largos, interminables. Los primeros en los que tomó conciencia de que estaba internado en un hospital, los pasó desesperado, escuchando los ruidos, las voces, tratando de abrir los ojos, de gritar sus dudas, sus dolores, su angustia. Pero era inútil. Sentía el roce de las manos acomodando su cama, lavándolo, el murmullo de las voces penetraba en su cerebro enloqueciéndose. Lo peor eran las noches, cuando todo quedaba en total y absoluto silencio por horas y horas.
Hasta que empezó a reconocer un ruido: era el goteo de una canilla. Pensó que su cama estaba ubicada al lado del baño. Sí, tenía que ser así, porque se acordaba que alguna vez estuvo visitando a alguien internado en el Hospital Fiorito de Avellaneda, y la habitación era de las dimensiones que se imaginaba tenía ésta. Antes de ingresar a esa sala, había un baño que usaban los enfermos que podían levantarse, y los familiares que se quedaban a cuidarlos.
La canilla goteaba exactamente cada segundo, de cada hora, de cada noche. Siempre igual, eternamente igual. Hasta que ese ruido comenzó a hacerse diferente. Prestó atención; ya no eran gotas cayendo monótonas sobre la superficie de una pileta. No, ahora las gotas le hablaban. ¿Se estaría volviendo loco?
Comenzó a darse cuenta una madrugada, mientras trataba de sacudir la niebla que cubría sus sentidos aletargados. Lo había despertado la voz de la enfermera nocturna, preguntándole a uno de los enfermos si necesitaba algo. Supo que todavía era de noche, porque la que hablaba era Lila, y ella se iba a las seis de la mañana. Las que estaban durante el día eran muy eficientes, pero trabajaban casi mecánicamente. En cambio Lila se tomaba el tiempo necesario para ser cariñosa con todos. A él siempre le hablaba con dulzura, y en esos momentos sentía una pena inmensa por no poder contestarle y agradecerle sus cuidados, pero le encantaba escucharla.
Cuando la muchacha se fue, volvió a oír las gotas hablándole. ¿Qué le decían? Escuchó atentamente en medio del silencio casi sepulcral que reinaba en ese lugar y a esa hora. Ahora oyó claramente: Juan…, Juan…, Juan… ¿Sería ese su nombre…?
Pensó que si las gotas le hablaban, podría preguntarles si sabían quién era, y un montón de cosas más. Pero, ¿cómo lo haría, si no podía hablar? Entonces las gotas le contestaron:
-Tranquilo Juan. No necesitas hablar. Nosotras escuchamos tus pensamientos, y te vamos a ayudar…
Me llamo Juan, decidió. Y le agradeció mentalmente a las gotas. ¿Qué me pasó? Siguió preguntando con el pensamiento, y las gotas seguían hablando: tac…, tac…, tac…
Moto. -escuchó- ¡Yo andaba en la moto! ¡Me habré caído, o tal vez me atropellaron! ¡No puedo recordar! Una lágrima se deslizó desde su ojo a la comisura de sus labios. Las gotas le dijeron: tac…, tac…, tac…
Está bien, -dijo- no voy a llorar, ¡pero ayúdenme por favor…!
Y las gotas decían: tac…, tac…, tac…
Me llamo Juan. Me caí de la moto. ¡No! ¡Me tiraron de la moto! Estoy vivo, pero no puedo hablar, ni moverme, y me duele todo el cuerpo… ¿Tengo familia?
El tac de las gotas le contó que tenía una mamá, una novia y hermanos, pero eso no fue de golpe, pasaron muchas semanas en las que Juan dormía de día y preguntaba de noche. Paulatinamente iba conociendo su historia, pero le faltaba hacer la pregunta más importante: ¿Se salvaría? ¿Volvería a caminar, a hablar? ¿Sabrían su mamá y su novia que estaba allí? Esa noche preguntaría…
El día se le hizo insoportable. Cuando el día acabó, y comenzó a reinar el silencio, buscó el sonido de las gotas y no lo escuchó. Esperó en vano durante muchas horas. Después, en medio de la desesperación oyó la voz de Lila, la enfermera nocturna, que comentaba con el médico de guardia:
-¡Menos mal que arreglaron esa maldita canilla, ya no la aguantaba más!
La penumbra de la habitación no permitió que la enfermera pudiera ver las lágrimas que rodaban por las mejillas de Juan…

Marga Mangione

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martes, 19 de febrero de 2008

CURADA DE ESPANTO

Publicado en el libro de Cuentos "Misceláneas"
(Historias para leer una tarde de lluvia) Editado por ECEI
(Editorial Círculo de Escritores Independientes)
de Chacabuco - Año 2002

La casa de doña Joaquina era el lugar obligado para todos aquellos infelices del barrio y aledaños que sufrían algún esguince, torcedura, o golpe de cualquier índole que afectara sus huesos. Porque doña Joaquina era la curandera del lugar. Pero no vaya a creer que curaba cualquier enfermedad, ¡no...! ¡Ella era "curandera especializada" en huesos!
Recuerdo que una mañana de verano, tendría yo unos ocho o nueve años, jugando con mi hermana menor me di un fuerte golpe en la mano derecha, contra la pared de chapas del galponcito del fondo, (En realidad nos estábamos peleando) al poco rato, mi mano estaba toda hinchada y a la altura de la muñeca, comenzaba a formarse un hematoma de color lila violáceo. Al verla, mi madre se asustó, y por supuesto, me llevó a casa de doña Joaquina, que tendría en ese tiempo, uno sesenta y cinco años, y era, como todas las mujeres de esa época, y a esa edad, una venerable anciana.
Delgada y levemente inclinada hacia adelante, por lo que no podría precisar si era alta o de mediana estatura, tenía los cabellos blancos y los llevaba peinados hacia atrás, atados en un rodete en la nuca. Vestía de negro, pero llevaba encima de la ropa un delantal blanco con pechera, que desde la cintura le llegaba hasta el ruedo de la pollera, larga hasta los tobillos.
Me llamó mucho la atención ver que las mangas de su blusa, remangadas hasta cerca del codo, dejaban ver por debajo una camiseta de un blanco impecable y que su escote, terminado con un voladito bordado, se cerraba debajo de su barbilla. Estaba muy abrigada a pesar del calor que hacía, pero en aquellos años, ¡una abuela, era una abuela! No como ahora, que tenemos mujeres que a los noventa y seis años, todavía bailan el tango, como Carmencita Calderón, o actrices como Lidia Lamaison y María Rosa Gallo, que a los ochenta aún trabajan en televisión y teatro, ¡y qué bien lo hacen! Podría citar un montón de ejemplos como estos en el mundo entero, el más importante: la madre Teresa de Calcuta, que hasta tan avanzada edad luchó en pos de una vida mejor para la humanidad. ¡Y tantas otras! Como Elizabeth Taylor o Liza Minelli, que sin hacer caso a sus muchos años, vuelven a contraer nuevos matrimonios. Pero doña Joaquina era una anciana hecha y derecha. Seria, soberbia y altiva. Miraba como si todo el mundo estuviese por debajo de sus ojos.
Cuando llegamos a su casa, nos hicieron sentar en un gran banco como los que hay en las plazas, colocado en una galería que daba a un jardín lleno de plantas y flores. A pesar del dolor de mi mano y el miedo que sentía, pues no sabía qué me iba a hacer esa señora, no dejaba de observar todo a mí alrededor.
Siempre fui muy curiosa y me llamó en especial la atención, un enorme jaulón lleno de pájaros que estaba en medio del jardín. Quise acercarme a mirarlo, pero mamá no me dejó. Tal vez porque sabía que a mí nunca me gustaron los pájaros enjaulados y que me hubiera gustado arrimarme con sigilo, abrir la puerta y permitir que todos se escaparan para volar libres. Y que de haberlo hecho, ella me hubiera tenido que dar una gran paliza. ¡Era muy contundente y nada teórica la educación por aquellos tiempos! Se practicaba con el cinturón, o la chinela sobre los glúteos de los niños, ¡porque así aprendían!
Luego de unos minutos de espera, apareció doña Joaquina. Saludó parca y ceremoniosa, y se sentó a mi lado en un pequeño banquito de madera. Después que mi madre le explicara lo que me había pasado, tomó mi mano y la frotó con algo grasoso, (más tarde me explicarían que era unto sin sal, cosa que se usaba entonces para muchas cosas, desde curar el empacho, hasta acomodar un hueso salido de lugar) empezó a hacerlo muy suavemente, por lo cual me relajé y no opuse resistencia alguna. Pero de repente, dio un tremendo tirón a mi mano derecha con su mano izquierda, mientras con la otra sostenía mi antebrazo con firmeza contra su cuerpo. Me tomó por sorpresa su fuerza increíble. El grito de dolor que escapó de mi garganta asustó a los pájaros, que alborotados comenzaron a chillar mientras volaban en forma alocada golpeándose entre ellos o contra el alambre del jaulón.
Doña Joaquina haciendo un gesto de disgusto, sacó del bolsillo de su delantal una venda que colocó en mi brazo, desde los dedos hasta el codo. Luego le dijo a mamá que no era para tanto… que yo era muy mañosa y exagerada… que la mano ya estaba arreglada… ¡y que le dejara lo que pudiera por el trabajo! Luego, dando media vuelta, se metió en la casa sin siquiera saludarnos.
La mano me dolió… y aún hoy, después de más de cincuenta años, me sigue doliendo. El hueso de mi muñeca quedó con una prominencia horrible. El caso es que tendrían que haberme llevado a un sitio donde me sacaran una radiografía, me diagnosticaran correctamente y me colocaran un yeso. Pero mis padres no lo hicieron por maldad, o despreocupación: ¡ellos confiaban en la curandera!
Según supe mucho tiempo después, los huesos de mi mano a la altura de la muñeca se habían abierto por el golpe, pasando un tendón por debajo de ellos. Al cerrarlo, esa “buena señora” que no tenía conocimiento alguno sobre medicina, había dejado el tendón en una posición incorrecta. Al menos ésa fue la única opinión valedera que me dieron, porque desde ese momento, pasé muchos años con distintos tratamientos que me hicieron varios médicos. Uno de ellos, cuando yo tendría dieciséis o diecisiete años, tuvo la brillante idea de colocarme un yeso con un pedazo de placa encima del sobrehueso, (era un trocito de madera prensada, cortada en un cuadrado de cuatro centímetros de lado, que empujaba el hueso hacia abajo) no recuerdo el nombre de ese “genio de la medicina”, pero sí que estuve casi un mes con ese yeso en mi brazo, sufriendo por la picazón que me provocaba por el calor y, que por supuesto, no dio resultado alguno.
Pero ése no fue el único motivo por el cual no me olvidé jamás de doña Joaquina. En el barrio vivía un señor llamado Tomás Bogado, al que todos le decíamos “el borracho”. Pasaba los cincuenta y trabajaba de lunes a sábados en la fábrica de vidrio, principal fuente de ingresos de la ciudad, como sereno. Tenía un horario fijo: tomaba servicio a las veintidós, y salía a las seis de la mañana del día siguiente. Los domingos se quedaba en el trabajo hasta la hora en que abrían el boliche de la esquina de casa. Llegaba a eso de las nueve y se instalaba en una mesa al lado de la vidriera. Sin hablar con nadie, bebía caña o ginebra hasta el mediodía, momento en el que se levantaba con gran dificultad, pagaba sus tragos y se dirigía a su casa, donde lo esperaban su mujer y sus hijos para almorzar.
El momento más difícil para el borracho, era cruzar la calle, dado que por ese entonces en el barrio, sólo había asfalto en la avenida principal; y las calles que la cruzaban eran de tierra. Además no había cloacas, por lo que el agua de los desagües de las casas se vertía a la calle en zanjas, y luego corría hacia el asfalto, estancándose en el cordón de la vereda, donde siempre se formaba un musgo de color verde oscuro muy resbaladizo, al que todos llamábamos “verdín”. Como don Tomás Bogado después de los tragos caminaba con dificultar y apenas podía conservar el equilibrio, muchas veces terminaba tirado en el piso después de un traspié o un resbalón en ese verdín.
Pero era duro el hombre... y si se lastimaba, jamás nos enteramos. Hasta ese domingo de primavera en el que brillaba el sol. A mediodía, más borracho que nunca, don Tomás salió del boliche rumbo a su casa. Bajó el cordón de la vereda sin problemas, pero luego tuvo que enfrentarse al opuesto, al que debía subir. Allí había más o menos un metro y medio de agua, porque la noche anterior había llovido, y aún no se había escurrido.
Estuvo dando vueltas, levantando alternativamente un pie y el otro, sin animarse a saltar el charco. Su mente obnubilada le impedía razonar, ya que si daba la vuelta sobre la avenida, hubiera podido subir a la vereda más adelante, donde casi no había agua. Sabe Dios qué pensamientos cruzaban por su cabeza. Su mirada turbia en sus ojitos achicados, estaba fija en el charco. De pronto tomó coraje y saltó, pero con tal mala suerte que fue a caer en medio del agua podrida. Instintivamente colocó sus manos por delante y el golpe contra la vereda fue muy fuerte. Debe haber sufrido un dolor terrible, pues un grito desgarrador alertó a los parroquianos que estaban en el boliche y todos salieron presurosos a ver qué había ocurrido.
Bogado no podía levantarse. El dolor de sus manos le impedía apoyarse para poder, al menos, sentarse. Además sus piernas estaban en el agua y se resbalaban continuamente, lo que lo hacía patalear sin cesar. En ese momento llegó el “loco” Martínez, un deficiente mental que medía casi dos metros de altura. Era tranquilo y servicial. Desde niño se pasaba el día ayudando al dueño del almacén contiguo al boliche, a cambio de algunas monedas. Se acercó al borracho que era de mediana estatura pero robusto y pesado, y sin decir agua va lo tomó por debajo de los brazos, lo levantó en el aire sin ningún esfuerzo aparente, como si se tratase de un muñeco de trapo, y lo sentó en el umbral de la panadería de la esquina. Dicen que el loco era capaz de correr, él sólo, la heladera del carnicero repleta de carne.
Ante la mirada de todos los curiosos, el borracho comenzó a gemir y a lloriquear mirándose las manos que ya comenzaban a hincharse. Don Julián, el dueño del boliche que se había acercado al oír el alboroto, le pidió al loco que se lo llevara a doña Joaquina. Pero antes, el panadero les permitió entrar para que lo limpiasen un poco, porque el hombre era un desastre. Como la esposa de Bogado era cliente de la panadería, y además, una mujer muy buena y querida por todo el barrio, muchos aguantaban o ayudaban a su marido, que a veces se ponía bastante pesado cuando tenía tantos tragos de más.
Cuando Martínez golpeó las manos, en casa de la curandera estaban almorzando. Doña Joaquina tenía dos hijos casados, que con sus respectivas esposas y varios hijos vivían allí con ella. Salió uno de los chicos, y les pidió que esperasen a que la abuela terminara de comer; pero los gritos de Bogado hicieron que la vieja saliese a ver qué pasaba. Cuando le vio las manos, enseguida acercó el banquito y el unto sin sal y se aprontó a “arreglarle” los huesos al “paciente”, como llamaba a todos los que llegaban a consultarla. (A decir verdad, creo que a alguno habrá curado, porque la fama de doña Joaquina como curandera era muy grande. Venía gente desde muy lejos para atenderse con ella) Pero conmigo y con Bogado, se equivocó fiero… El hombre tenía dislocada la muñeca izquierda, que la vieja acomodó sin inconvenientes, mientras el loco lo sostenía inmovilizado, recibiendo a cambio gruesos insultos. Una vez que tuvo puesto el vendaje, como el dolor menguó, ya más tranquilo le entregó a doña Joaquina la mano derecha para que también la compusiera. Pero, lamentablemente esa mano tenía una fractura y en cuanto la mujer efectuó el tirón, el hueso astillado casi atraviesa la carne. El dolor que le ocasionó al pobre infeliz fue tan grande, que enloquecido se levantó y desprendiéndose de las enormes manos del loco Martínez, en medio de gritos e insultos, agarró a patadas todo lo que encontró a su paso.
El caos fue enorme. La vieja, asustada, corrió a esconderse dentro de la casa. El loco quería sostener a Bogado, que fuera de sí seguía dando patadas a diestra y siniestra. En uno de esos golpes pateó el banquito de la curandera que se elevó por el aire y fue a dar de lleno en medio del viejo jaulón, que al parecer tenía una pata medio rota, lo que ocasionó que se desplomara con un gran estruendo, deshaciéndose en pedazos y aplastando todas las plantas a su alrededor. Los pájaros empezaron a escapar emitiendo agudos chillidos. En medio de la polvareda que se levantó, volaban plumas de varios colores.
A pesar de su enorme estatura y su tremenda fuerza, el loco no podía con Bogado. Entonces salieron los hijos de doña Joaquina y tomando un palo cada uno, se abalanzaron furiosos sobre el borracho, quien al verlos se sosegó y emprendió la retirada aullando como un animal herido.
Llegó a su domicilio sucio y desesperado. Entre alaridos, logró explicar lo que le había pasado. Sus familiares lo llevaron a la sala de primeros auxilios. Allí le aplicaron calmantes para luego trasladarlo al hospital, donde tuvieron que practicarle una operación quirúrgica y luego lo enyesaron.
Desde ese día no volvió más los domingos a tomar al boliche de la esquina. Dicen que su mano derecha quedó muy bien, pero no la izquierda, que los médicos ya no pudieron arreglar y que le dolió el resto de su vida.
Este hecho ocasionó comentarios que por muchos años provocaron la risa de la gente. El cuento, corregido y aumentado, circuló en las tertulias familiares y en los bares y clubes del lugar. Hoy ya no viven muchos de los que saben la historia, pero yo lo cuento tal cual sucedió. No sólo fui testigo, fui una de las damnificadas por esa señora que se dedicaba al ejercicio ilegal de la medicina, manteniendo con ello a dos hijos vagos que no salían a trabajar. A sus nueras que la atendían como si se tratara de una diosa griega y a un montón de nietos presumidos que nos miraban en la escuela como a sapos de otro pozo. ¡Y todo eso a costillas de los que confiaban en ella!
Desde aquel día, doña Joaquina la curandera, curada de espanto, se retiró y no volvió a atender jamás a nadie. Eso me provocó una gran alegría y aunque mi mano derecha me la recuerda siempre, también me acuerdo con gran satisfacción de don Tomás Bogado, que se encargó de ejecutar contra esa bruja, la venganza que muchos otros no nos atrevimos a llevar a cabo…

Marga Mangione
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sábado, 16 de febrero de 2008

ASESINO SERIAL

2º Premio en el rubro Prosa para Adultos del
Decimonoveno Certamen de Poesía y Prosa-2007

CASA DE
LA CULTURA MUNICIPAL “AMI DÍAZ”
de Jovita – Provincia de Córdoba

La luz del alba comenzó a entrar por el ventanuco ubicado en lo alto de una de las paredes de la pequeña celda. A pesar de su reducido tamaño, estaba cruzado por un grueso hierro. Tirado sobre un mugroso camastro, sin sábanas y cubierto por una deshilachada y rotosa frazada, yacía el “Yani” Russo. Tenía los ojos cerrados, pero no dormía, pensaba. Pensaba en ese agujero ínfimo. ¡Lo habían cerrado con ese hierro, cómo si a través de él, pudiera escaparse algún preso! Era ridículo.
Hacía varios días que no podía conciliar el sueño. ¿Cuántos habían pasado? ¿Cinco, seis? Había perdido la cuenta. Juan Russo, el “Yani”, estaba detenido en la comisaría del pueblo, esperando ser trasladado al juzgado de turno, por doble homicidio agravado por el vínculo. Su mente volvía una y otra vez al momento en que se desató la tragedia que le destrozó la vida.

Le habían preguntado. Mil veces le habían preguntado por qué había asesinado a su padre y a su mujer. Pero él no habló: ¡qué iba a decir! Su orgullo y amor propio no le permitía hacerlo. Cómo iba a contar que había vuelto a su casa dos horas antes, porque se rompió una máquina y el capataz le dijo que se fuera, y que al entrar, había encontrado a la “Loli”, la mujer que adoraba más que a nada en el mundo, en la cama con otro hombre, y que ese hombre era su propio padre…

La imagen estaba como clavada en su retina y las palabras de su esposa grabadas en su mente como a golpe de un duro cincel:

-¡Recién te das cuenta, infeliz! ¡Siempre fuimos amantes! Lo conozco antes que a vos. ¡Es el amor de mi vida! Pero estaba casado… Sólo me casé con vos para estar cerca de él…

-¿Y los chicos…? -recuerda que preguntó aterrorizado- ¿De quién son los chicos?

-¡No son tuyos! -gritó desafiante la “Loli”- ¡Ahora ya lo sabés! -y agregó- ¡Mejor, así se termina todo de una buena vez! ¡Quiero el divorcio para poder estar siempre a su lado!

También recuerda que dijo en voz baja:

-¡Gracias a Dios, mamá está muerta! Sería horrible que supiera esto…

Y la respuesta de la “Loli”, murmurada entre dientes:

-Si… ¡Con un poquito de ayuda nuestra, la vieja se dejó de joder…!


En ese momento no pensó. No pudo pensar. Sólo recordó que el “Cholo” Romero, su compañero de turno en la fábrica, le había dado una pistola hacía unos días, para que se la guardara por un tiempo. Abrió el ropero, la sacó y disparó toda la carga sobre esos dos seres a los que tanto había amado, y que ahora odiaba desde el fondo de las entrañas. A ella la dejó tendida sobre la cama. Al viejo lo tiró fuera del dormitorio.
Después se encerró en la casa. No se enteró qué pasó con los chicos cuando volvieron de la escuela. No recuerda cuántas horas pasaron. Sabe que ellos no tienen la culpa de nada, pero no le importa. También dejó de quererlos, aunque a ellos no los odia. Por la mañana la policía forzó la puerta y entró para detenerlo. No se resistió.
Ya debe ser hora que le traigan el desayuno. No tiene hambre, a pesar de que en la mesa está la bandeja con la cena sin tocar. El “cana” de la noche le dijo que se la dejaba por si le daba hambre más tarde. Parecía un buen tipo. Era el único que no lo había insultado desde que estaba ahí…
La luz que entra por el ventanuco se refleja en los barrotes de la puerta de gruesa chapa, que cierra herméticamente la celda. Son dos, y están colocados en forma vertical, cruzando la mirilla por la que se asoman a verlo. Cuantas manos habrán apretado esos dos pedazos de hierro, para comerles la pintura, sin permitir que se oxiden. Cientos, tal vez, en los años que tiene esa comisaría, edificada en el siglo pasado.
El ruido de la puertita que se abre lo saca de sus pensamientos. Un “cana” lo mira fijo y le dice con voz ronca, mientras le arroja un periódico:

-¡Mirá, ya sos famoso, hijo de puta! ¡Estás en todos los diarios!

No pudo resistir tomarlo entre sus manos. En la portada estaba su foto y en grandes letras decía:

DOBLE HOMICIDA SERÍA ASESINO SERIAL

Y luego, en letras más chicas:

Se está investigando si el arma es la misma que usó para
matar a más de 10 personas, en los últimos cinco años


Se le heló la sangre en las venas. ¡Su amigo el “Cholo”, era un asesino serial, y lo condenarían a él, que no tenía nada que ver! Pensó un momento, y luego decidió:¿Qué más da? Aunque diga la verdad, nadie me va a creer…

Subió sobre el camastro y se quitó la camisa. Era nueva, de tela muy gruesa. Se la habían dado en el trabajo aquel día en que en realidad, se le había terminado la vida. Ató una de las mangas al barrote de la ventana. La otra la anudó fuertemente a su cuello. Antes de saltar, exclamó con inmensa tristeza:

-¡Pensar que hace unos días nomás, yo creía que era el tipo más feliz del mundo!

Lo encontraron muerto a media mañana. Esa tarde, los vespertinos traían otra vez su foto en la portada, y en letras de molde se podía leer:

“SE SUICIDÓ ASESINO SERIAL”

Dos días después, nadie se acordaba del “Yani” Rossi.

Mientras tanto, el “Cholo” Romero sigue suelto. Por el momento se está cuidando, no sea cosa que le cambie el destino, y lo agarren a él también.
Se siente inmensamente satisfecho de haber tenido la idea de darle la pistola a ese infeliz. No siempre un asesino serial tiene la suerte de encontrar en el camino, a un pobre diablo a quien la justicia, le eche la culpa de sus crímenes.

Marga Mangione

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EL ANÓNIMO


Publicado en el libro de cuentos "Misceláneas"
-Historias para leer una tarde de lluvia-
Editado por ECEI (Editorial Círculo de Escritores Independientes)
de Chacabuco - Provincia de Buenos Aires

Antonio se recostó en la vieja cama de hierro, colocada en medio de esa habitación húmeda y fría que le había prestado su amigo Juan Carlos. Era una antigua construcción rectangular, compuesta por un dormitorio y cocina con un pequeño baño, edificada en forma bastante precaria, a los fondos de un lote aledaño a la casa de su amigo.
Años atrás, la casa de Juan Carlos había estado en medio de una hectárea de tierra, pero al morir sus padres, él se quedo sólo con la casa y el lote donde vivían los caseros, dos viejitos que lo vieron nacer, y que allí habían muerto. El resto de la tierra fue vendido.
Si bien era un lugar bastante deprimente, que había estado abandonado durante más de veinte años, Antonio estaba muy agradecido con su amigo, porque por el momento, no tenía dónde ir.
El invierno había llegado tarde, pero se hacía sentir en ese mes de julio, con todo su rigor. Por la pequeña ventana sin cortinas había visto la escarcha, que como un manto, cubría el césped del enorme jardín, que se extendía hasta la calle.
La tos que tenía desde hacía varios días, lo tenía agotado. Le dolía mucho el pecho y la espalda de tanto toser. Era muy delicado de los bronquios, debido a una neumonía sufrida siendo muy chico, y el frío de esa habitación lo había afectado bastante, pero no le quedaba alternativa. Si Juan Carlos no le hubiera ofrecido ese lugar, tendría que haber ido a la casa de su madre, y era lo último que quería hacer. Ella por ahora no tendría que enterarse que se había separado de Amanda. Las dos se querían de verdad y tenían una relación perfecta. En realidad, parecían madre e hija y no suegra y nuera. Con seguridad, su mamá lo culparía de todo lo que había pasado. Pero por más que se esforzaba, Antonio aún no comprendía lo que estaba pasando entre él y su esposa.
Todo comenzó dos meses atrás, cuando al volver de su trabajo, la encontró con cara larga. No respondió a su saludo y permaneció sentada, con los brazos apoyados sobre la mesa, rígida y seria. Jamás la había visto así.
Vio sobre la mesa un solo plato con comida fría y le preguntó qué le pasaba. Ella por toda respuesta le dijo:

-¿Vos no sabés qué me pasa?

Y él, en realidad, no lo sabía. Volvió a preguntar, pero ante el silencio de Amanda, optó por irse a la cama sin comer. No podía ser nada grave, al día siguiente se enteraría. Estaba seguro de no haber hecho nada que pudiera haber enojado a su mujer. Al menos, esta vez…
Pasaron varios días de silencio entre los dos. Antonio, por amor propio, no volvió a preguntar. Ella hacía los quehaceres de la casa, le cocinaba, pero no se sentaba a la mesa con él. Hasta que un día, harto de esa situación, la enfrentó y le exigió que le dijera qué estaba pasando.
Amanda repitió la misma respuesta, pero Antonio, furioso, hizo algo que jamás se había atrevido a hacer en toda su vida de casados. La tomó de un brazo y la sacudió con violencia preguntándole:

-¿Me podés decir de una buena vez qué demonios te pasa?

Por toda respuesta, Amanda abrió un cajón del modular del comedor, sacó un pequeño sobre blanco y lo arrojó sobre la mesa.
Antonio lo abrió y al leerlo, la sorpresa se reflejó en su rostro. Con letra clara y pareja decía:

“Tu marido te engaña con alguien que vos, ni imaginas. Síguelo, vas a ver que es un canalla. Cuando te enteres, no lo vas a poder creer”

Y firmaba: “una amiga”

Al principio se quedó mudo. Luego se echó a reír y exclamó fingiendo enojo:

-¡Parece mentira que alguien tan inteligente y moderna como vos, haga caso de esta porquería!

Pero ante el gesto de rabia de su mujer, lo tomó en serio y trató de explicarle que eran mentiras, que él no tenía nada que ver con nadie. Se lo dijo de mil maneras, pero fue inútil; Amanda no le creyó. Es más, en ese mismo momento le pidió que se fuera de la casa.
No lo podía creer… ¡Cómo podía pedirle que se fuera de “su” casa! ¡Cómo iba a marcharse de esa casita pequeña, pero hermosa, que era su nido de amor! La habían comprado al casarse planeando edificar otras habitaciones para ampliarla cuando tuvieran hijos. Pero los hijos no llegaron jamás, así que no se preocuparon por agrandarla. ¡Era su orgullo, su más preciado tesoro y no quería irse!
Rogó, suplicó, insultó, pero todo fue en vano. Amanda le dijo que no quería volver a verlo. Quiso quedarse, al menos por esa noche y dormir en un sillón del comedor, pero su mujer se negó a que permaneciera allí un sólo minuto más. Y así se lo hizo saber:

-¡No quiero verte nunca más! ¡Nunca más! ¿Me entendés? -le dijo furiosa- ¡Andáte ahora mismo!

Él no comprendía tanto enojo por un simple anónimo, seguro lo habría mandado alguien envidioso de la felicidad de ambos. Además, ella siempre había sido tan dulce, tan cariñosa y comprensiva, ¿por qué ahora no entraba en razones? ¿Estaría alguien llenándole la cabeza en contra suya? No podía comprenderlo.
Mientras él la observaba, mudo de asombro, Amanda entró al dormitorio y salió con una valija que arrojó a sus pies.

-¡Aquí tenés tu ropa! -le gritó con desprecio- Cuando necesites otra cosa, la venís a buscar. Pero antes llamá por teléfono.

Fueron las últimas palabras que su esposa le dirigió.
Ahora, mientras está en la cama, cuando los accesos de tos se lo permiten, Antonio piensa cuántas veces engañó a su mujer. Fueron tantas, que ni él mismo se acuerda. Hasta con una prima de ella, tuvo una aventura amorosa. Breve, pero aventura al fin. De todas maneras, había terminado y Patricia vivía en el sur desde hacía muchos años, no podía ser la autora del anónimo. También con dos compañeras de la fábrica salía de vez en cuando. Nada serio, sin compromisos ni obligaciones. Era como una gimnasia que les permitía luego tener mejor relación sexual con sus parejas. Lo hacían cuando tenían ganas y después, cada uno a su casa, sin culpas, ni remordimientos. Eran minas derechas, jamás escribirían una carta tan infame. Se jugaba la vida apostando a ello.
De a ratos se duerme, pero la tos vuelve a despertarlo. ¡La pucha! -piensa esos momentos- Cuando venga Juan Carlos le voy a pedir que me compre el antibiótico y después se lo pago.
¡Encima estaba sin un peso! Ya que en la fábrica lo habían suspendido por diez días, pues con los nervios alterados como los tenía, se había mandado un montón de macanas, y hasta la próxima quincena, no le iban a pagar.
¡Justo en esa época, en la que estaban echando gente de todos lados! Lo único que le faltaba era quedar en la calle, y sin trabajo.
¿Qué habría pasado con Amanda? Tal vez si su amigo la fuese a buscar y ella lo veía tan enfermo y en esa habitación tan deprimente, lo perdonaría y lo aceptaría de nuevo en su casa. Tendría que pedirle a Juan Carlos para contarle lo mal que estaba…
¿Y si la hacía llamar por su madre? No… pues tendría que explicarle muchas cosas, rogarle que la fuera a ver a su mujer y le pidiera que lo perdonase. Pero ella, seguramente se pondría del lado de Amanda. Entonces se dio cuenta que no podría hablar con su madre. Por primera vez, comprendió que le tenía miedo, que siempre le había tenido miedo. Recordó a su padre, muerto hacía ya tantos años… ¡Él también le tenía miedo a su madre! Nunca se había atrevido a contradecirla y le había enseñado a su hijo a hacer lo mismo para no tener problemas. Su padre… ¿había sido un cobarde, o también había tenido una doble vida? En todo caso, él no era menos cobarde. ¿Cómo podía ser que recién en ese momento se hubiese dado cuenta de lo peligrosa que había sido su madre en su vida? ¡Tal vez el tener tantas historias con mujeres, había sido una especie de desquite… -pensó disculpándose a sí mismo- Pero después se dijo que era mejor no ocupar la mente en algo que ya no tenía remedio, y comenzó a recordar lo felices que fueron siempre con su mujer. Eran pobres, pero nunca les faltó nada. Hasta se tomaban vacaciones todos los años: iban al hotel que el sindicato tenía en Mar del Plata y lo pasaban muy bien. Tenían buena onda y buena cama, se querían mucho, ¿qué más se podía pedir, después de diez años de matrimonio? Amanda era muy linda, limpia y trabajadora, la casa parecía un alhajero brillando por todos lados. Cocinaba como los dioses y haciendo el amor, era una reina. Además, siempre estaba muy arreglada y coqueta. ¡No… no se podía pedir más! ¡Qué lástima lo que les estaba pasando por algún maldito envidioso!
Empezó a pensar en las últimas vacaciones. Habían conocido a un matrimonio con el que se hicieron muy amigos… Ella se llamaba Marilú y era una morocha espectacular que le había tirado onda desde el principio. El marido, de nombre Ramiro, un hombre muy serio y formal, era jefe en una fábrica muy importante de la ciudad de Campana y ganaba muy bien. Vivían en un hermoso chalet en Don Torcuato, en la zona residencial. Antonio y Amanda vivían muy cerca, pero en un barrio más humilde. Le había sorprendido que fueran al hotel del sindicato, pero ellos argumentaron que allí siempre los atendían muy bien a menor costo. Por algo tenían dinero. ¡Sabían cuidarlo!
Marilú y Ramiro tampoco tenían hijos. Estaban casados desde hacía muy poco tiempo, y en segundas nupcias. Después de las vacaciones se visitaron a menudo, pues trabaron una linda amistad.
Mientras tanto, Antonio se encontró un montón de veces con Marilú en hoteles de la ruta, donde hacían el amor. Pero, -trató de pensar en medio de un ataque de tos- era imposible que fuese ella la del anónimo, pues siempre lo alertó sobre el peligro de que su marido se enterase de su relación, pues no quería separarse. A menudo le decía que lo quería mucho, porque era muy bueno con ella. A demás con él, si bien en la cama no disfrutaba nada, tenía una vida muy confortable, ¡no cómo con su anterior marido, que la maltrataba y la hacía pasar privaciones!
Se habían cuidado mucho para que no los viesen juntos. Ahora ni siquiera podía llamarla por teléfono para contarle que estaba enfermo. ¿Lo extrañaría? ¿Tendría ganas de verlo y estar otra vez con él? No lo sabía y en verdad, tampoco le importaba. ¡Lo único que quería, era volver con Amanda…!
De a ratos se dormía, pero la tos volvía a despertarlo. Cada vez le dolía más el pecho. Su mente no podía apartarse de ese maldito anónimo y se devanaba los sesos pensando en quién sería el autor… ¡Un hijo de mala madre, con toda seguridad! ¡Si pudiera adivinar el nombre y el motivo que había tenido para arruinarle así la vida…!
¡Qué frío hacía en esa habitación! Juan Carlos le había dado unas frazadas viejas y una estufa eléctrica que no calentaba nada. ¡Ojalá llegase pronto para pedirle que llamara al médico de la obra social! Miró el reloj en su muñeca. Eran las seis menos cuarto y su amigo salía de la fábrica a las seis. Gracias a Dios, no faltaba mucho. Más tranquilo, se volvió a dormir.

A las seis y media Juan Carlos entró como una tromba a la habitación donde estaba Antonio. Gritaba e insultaba a viva voz:

-¡Qué hija de…! Pero por Dios, ¡qué hija de…! Antonio… escuchá lo que acabo de saber. ¡No hubo tal anónimo, la carta la escribió la turra de tu mujer! Me lo contó mi hermana Silvia, hace un rato. Se lo dijo ella misma… ¡Antonio… dejá de mirarme así, podés volverte ahora mismo a tu casa! Amanda se escapó con Ramiro, ese tipo que conocieron en Mar del Plata. Parece que desde las vacaciones se estaban viendo y ahora se fueron juntos. Esta mañana fue la mujer a buscarte a la fábrica. Marilú se llama, ¿no es cierto? Me lo contó Pablo, que estuvo con ella. Pero él no sabía que estabas en mi casa, así que no le pudo informar nada. Según me contó, la pobre mina estaba enloquecida de dolor, ¡parece que lo quería mucho al marido y que no sospechaba nada! ¡Antonio… querés dejar de mirarme así por favor! ¡Contestáme, Antonio!

Pero su amigo ya no lo veía, ni podía contestarle, porque su corazón se había detenido. La tos había terminado su trabajo en esa fría y húmeda habitación…

Antonio nunca se enteró de la traición, ¿o venganza? de su esposa…


Marga Mangione

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jueves, 14 de febrero de 2008

MISS BETTY


3º Premio Certamen SEGA
(Sociedad de Escritores de General Alvarado)
Año 2007


Soy hijo de un judío y una italiana. Mi padre se llama Isaac Goldman, y mi madre Catalina Filomena Dell´Occhio. Para no tener conflictos religiosos entre ellos, a mí y a mis hermanos mayores, nos enviaron a un colegio británico: el Saint Eduard, donde miss Betty era maestra de inglés. Cuando la conocí, en el preescolar, tenía sólo cinco años y ella ya había cumplido los veinte. Me enamoré a primera vista de esa muchacha de cabellos negros como la noche y ojos azules como el cielo, muy seria y estricta, pero amable y dulce, a quien todos querían muchísimo.

Miss Betty hablaba en la clase, yo miraba sus labios, siempre prolijamente pintados, y pensaba que lo hacía sólo para mí. Soñaba con ella: vivía para ella, y me esforzaba tanto para que se fijara en mí, que era el primero de la clase. Así cursé toda la primara sin necesidad de acudir a maestros particulares, como la mayoría de mis compañeros; es que satisfacer a la mujer amada, era lo primordial para mí. Según ella, mis notas eran “brillantes”. Cuando terminamos sexto grado, en el acto de fin de curso, miss Betty llamó a mis padres para felicitarlos delante de todos los asistentes. Eso fue lo más maravilloso que me pasó en la vida. Después comencé la secundaria, siempre en la misma escuela, y entonces comprobé que ya no la vería diariamente en clase. Eso fue una gran desilusión. Además, la nueva maestra de inglés, miss Eulalia, era como su nombre: vieja. Una vieja sin gracia, agria como chupar un limón, que no perdonaba el más mínimo error a sus alumnos. Mis notas comenzaron a bajar vertiginosamente. Mis padres no lo podían entender. Me preguntaban continuamente qué me pasaba. Yo solamente me encogía de hombros y no contestaba nada. Era increíble para ellos que un chico que durante toda la primaria no les había dado un solo disgusto, comenzara ahora a comportarse de esa manera. Pero a mí el idioma obligatorio en el colegio, había dejado de interesarme. Me castigaban, dejándome sin salir, sin postre, sin cine, sin poder escuchar mi música favorita, pero era inútil. Seguía sin progresar en el curso de inglés… Mamá, desesperada pensando que iba a perder el año, fue al colegio a hablar con miss Eulalia. La vieja le dijo que yo era un pésimo alumno, que en clase no atendía, que me pasaba la hora de inglés haciendo dibujos en una hoja o directamente sobre el pupitre, o distrayendo a mis compañeros con charlas ajenas al curso, y que por eso me había mandado varias veces a dirección, cosa que por supuesto, yo no le había contado. Hubo una reunión de familia, en la que mis padres y mis hermanos mayores me aleccionaron sobre los beneficios de estudiar y pasar de año, en lugar de irme a diciembre o a marzo, y joderle las vacaciones a toda la familia. (Por aquellos años, nos íbamos durante todo el verano a Villa Gesell, mientras papá seguía trabajando en su empresa de venta de alfombras en el barrio del Once, y solamente nos visitaba los fines de semana) José Mauricio, mi hermano mayor, voz cantante de todos los demás, me dijo sin vueltas:

-Mirá pendejo, yo no me voy a quedar en casa por tu culpa. Si vos no pasás de año, le voy a decir al viejo que te deje con la abuela Rebeca, y ya vas a ver lo que es bueno, cuando ella te ponga en tu lugar. ¿Sabés a qué me refiero, no es cierto mocoso?

Claro que lo sabía. Nuestra abuela judía no me dejaría ni a sol ni a sombra. Me atiborraría de comida tradicional, me obligaría a acostarme a las nueve, me haría estudiar diez horas por día, y lo peor de todo, me llevaría dos veces por semana a la sinagoga, obligándome a rezar en hebreo, idioma que mi padre nos inculcaba desde chicos, pero que a mí me disgustaba, y por eso no aprendí jamás. También tendría que soportar a sus amigas, que siempre me molestaron de chiquito pellizcándome los cachetes y dándome sonoros besos con olor a ajo y naftalina. El panorama no era alentador, pero a mí no me daba la cabeza para estudiar inglés con miss Eulalia. La solución la aportó Mario, mi primo hermano favorito, (desde ese día mucho más) cuando una tarde le dijo a mamá:

-Tía Cata, me dijeron que miss Betty está enseñando inglés en su casa… ¿Por qué no lo mandás a Juan Marcos a tomar unas clases con ella? A mi me parece que sería conveniente, ya que cuando la tuvimos en la primaria, él nunca tuvo una nota baja… Tal vez esta vieja lo intimida, como es tan severa…

-¿Te parece querido? -mamá quedó pensativa un momento y luego agregó- ¡Tal vez tengas razón! Esta misma tarde la voy a ver…

Siempre lo quise a Mario, pero desde ese momento mi cariño se convirtió en amor incondicional. Creo que él nunca supo por qué yo le demostraba tanto afecto y devoción… Mis Betty, quedó muy sorprendida cuando supo que yo tenía problemas con una materia en la que siempre me había destacado del resto del grupo. Sin dudar aceptó darme clases. Estábamos en octubre, y yo tenía prácticamente perdido el año. Pero en cuanto comencé a concurrir a su casa, mi mente se abrió y pude dar los exámenes parciales con las mejores notas de la clase. Todos estaban sumamente sorprendidos, pero la que no podía dar crédito a los resultados, era miss Eulalia. La primera vez que le entregué la hoja con las respuestas correctas me gritó:

-¡Goldman, usted se ha copiado!

-No miss Eulalia, yo estudié… -le dije con firmeza-

No me creyó. Le preguntó a todos mis compañeros si me habían visto con algún machete, o si alguno me había facilitado las respuestas. Quiso revisarme, pero me opuse con dignidad y orgullo. Ella se quedó con la sangre en el ojo. Sin embargo, al correr de los días pudo comprobar que cada pregunta que me hacía, era contestada con prontitud y corrección. La muy guacha me hablaba en inglés todo el tiempo, hasta cuando nos cruzábamos en los pasillos o recreos, y yo, firme y exacto en cada respuesta. No tuvo más remedio que aceptar la realidad. Su peor alumno había cambiado, y pasó a ser uno de los mejores. Es que veía a miss Betty todos los días, y me sentía en el séptimo cielo. Pero dentro de mí había comenzado una guerra sin cuartel. Tenía catorce años, y era un adolescente enamorado locamente de una mujer quince años mayor. Una mujer hermosa y en la plenitud de su vida, que me daba vueltas en la cabeza día y noche. Cuando en medio de la clase ella inclinaba su cabeza sobre mi carpeta, y sus cabellos me rozaban. Cuando sentía su aliento o su mano me tocaba, la sangre hervía en mis venas.

Se aproximaba el verano y era una época en la que se usaban las minifaldas y los escotes, y ella siempre se vestía a la moda. Una tarde al comenzar la clase me dijo sofocada:

-¡Qué calor tremendo! Voy a buscar algo fresco para tomar… Ya vuelvo…

Y salió del comedor donde me enseñaba, caminando armoniosamente, mientras yo me quedaba embobado mirándola alejarse rumbo a la cocina. Volvió enseguida con una bandejita donde había colocado dos vasos altos llenos de gaseosa transparente y burbujeante. Me ofreció uno de ellos, y se sirvió el otro. Al llevárselo a su boca, hizo un movimiento brusco y parte del contenido se volcó, cayendo dentro de su escote. Soltó un grito de sorpresa y luego una carcajada. Yo también me reía… Me reía como un tonto, sin saber qué hacer…De pronto, y sin saber cómo me atreví a hacerlo, dirigí mi mano hasta su escote, la mojé con la gaseosa que ya estaba tibia, y la llevé a mis labios. Comencé a saborearla con fruición, mientras ella me miraba como si me viera por primera vez. Vi enojo y sorpresa en su mirada, pero no hice caso. Mi boca se acercó a la suya y la pasión me enloqueció; comencé a besarla tímidamente al principio, y luego salvajemente. Era la primera vez que besaba a una mujer, pero creo que no lo hice mal, porque miss Betty se entregó a mis besos, a mis caricias, y en unos segundos, estábamos sobre su cama haciendo el amor. La inexperiencia no fue obstáculo. Mi debut en con miss Betty, fue maravilloso. ¿Cuánto tiempo duró esa relación? Apenas unos meses, pero fueron los mejores de mi vida. Aprobé los exámenes, y como premio, mi padre me envió a pasar unos meses a Israel, a casa de su hermano Jacobo. Yo no quería ir, pero él me obligó. Cuando quise volver, papá me mandó decir que había tomado una decisión: continuaría mis estudios allí, y dado que su hermano no tenía hijos, al finalizar mi carrera, heredaría su negocio. Me sentí morir, pero no me quedó más remedio que aceptar. Terminé el secundario a los ponchazos, ya que me costó muchísimo aprender ese idioma tan odioso para mí, y adaptarme a vivir en una casa extraña, pero de a poco me fui acostumbrando. Más tarde fui a la universidad, y allí conocí a Judith, una muchachita inteligente y bonita de la que me enamoré, y con la que acabo de casarme. A miss Betty le escribí muchas veces, pero no obtuve respuesta.

Hace unos días llegué a Buenos Aires a pasar la luna de miel con mi flamante esposa. Una tarde, con la excusa de encontrarme con unos viejos amigos, la dejé en casa de mis padres y decidí ir a visitar a miss Betty. Quería mirarla, hablarle, quería saber qué me diría el corazón al estar frente a ella… Al llegar, me encontré con cuatro niños jugando en el jardín. Pregunté por la profesora de inglés y el más grandecito, un nene de unos diez años, alto y delgado, de cabellos negros como la noche, y ojos azules como el cielo; gritó:

-¡Mamá…! Te busca un señor…

No quise quedarme a verla. ¡Para qué! Estaba casada, igual que yo, tenía al menos un hijo, y me pareció que tal vez le incomodaría mi presencia. Mucho más, si su esposo estaba en la casa… Salí de allí poco menos que huyendo. Más tarde, fingiendo una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, le pregunté a mamá qué había sido de la vida de miss Betty. Dejándome mudo de asombro, mi madre me contó que al poco tiempo de irme, ella se casó con Esteban Franchesse, un viejo profesor del colegio, al que todos le decíamos don mugre, porque era un tipo horrible, sucio y ordinario. Un sabihondo que se jactaba de conocer todo, y a todos. No lo podía creer… ¿Por qué se casó con ese mamarracho, me preguntaba? Me moría por saber, pero no me animaba a seguir ahondando en el tema. De cualquier modo, no fue necesario, pues mamá siguió diciendo:

-Dicen que cuando se casó, estaba embarazada… También dicen que no era hijo del marido… Andá a saber, hoy las mujeres son tan desprejuiciadas, a lo mejor es cierto, aunque esta chica siempre me pareció muy decente… El viejo se murió hace un año, más o menos. Los otros nenes que viste, seguramente son vecinitos. Ella tuvo uno nada más. -y agregó con inocente sinceridad- Me parece que se llama Marcos, como vos… ¡Qué casualidad!, ¿no es cierto?

Mi madre continuaba hablando, pero yo no la escuchaba. Sentía que en cualquier momento, el cielo se caería sobre mi cabeza. Mañana iré a ver a la querida miss Betty. Primero, porque necesito saber la verdad; si ese niño es mío, afrontaré mi paternidad. Si no lo hiciera, nunca más podría considerarme un hombre. Me sentiría poco menos que un insecto. ¡Quién sabe cuánto habrá sufrido, casada con ese hombre! ¡Pobrecita, no sé si podré resarcirla de tanto dolor…!

Luego se lo contaré a Judith; mi esposa es una gran mujer, y estoy seguro que comprenderá. Y al volver hablaré muy seriamente con mi padre. Ya casi no me caben dudas de que él lo supo, y me alejó de Buenos Aires para evitar el escándalo. Un escándalo, que tal vez mañana, estallará con toda su furia en esta casa...

Marga Mangione


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