lunes, 3 de marzo de 2008

UN ROBO MUY BIEN PLANEADO

Publicado en Misceláneas -historias para leer una tarde de lluvia- año 2002
Y en el semanario “El Yunque” de Berazategui, escrito en base a un caso real.




Hacía tiempo que rondaba la casa quinta cuyo propietario era el rico industrial López Iribarne. Sabía todo sobre las costumbres de la familia y de los cuidadores. Estaba enterado que los dueños venían a pasar los fines de semana con buen tiempo y poco frío en el invierno, y, que en el verano, la ocupaban toda la temporada.

Conocía a la perfección los modelos y colores de los autos que se estacionaban en el parque. Sabía de quién era cada uno de ellos, y cuando había coches de visitantes nuevos. Ese fin de semana no había nadie. Estaba seguro: era su oportunidad.

La casa tenía gruesas rejas en todas sus ventanas, y en la puerta trasera, que estaba asegurada con un candado de combinación numérica, imposible de descifrar. La del frente no tenía reja, pero era muy robusta y estaba cerrada por dentro con firmes y gruesos pasadores. Lo había comprobado hacía un tiempo al tratar de abrir las cerraduras que cedieron a su hábil mano. Pero tuvo que volver a cerrarlas en aquella oportunidad, para que no sospecharan que alguien había intentado entrar.
Esa noche hacía mucho frío. Estuvo un largo rato pegado al cerco de ligustrina, esperando que los cuidadores apagasen la luz. Echaba aliento sobre sus manos, frotándolas para que no se le congelaran. Los viejos por lo visto no tenían apuro para acostarse, porque la luz permanecía encendida, a pesar que era bastante tarde. No importa, -pensaba- no tengo nada que hacer. Me sobra tiempo.

Los perros estaban sueltos, pero eso no era problema. Durante meses, por las noches, les había hablado pacientemente y después les ofrecía comida a través del portón. Al principio desconfiaban de él, pero luego, se acostumbraron y lo esperaban muy contentos y comían de su mano. Ya lo conocían, se había hecho amigo y no ladrarían.

Al ver que la casa de los cuidadores quedó a oscuras, saltó el portón y los tres enormes perros se le acercaron dóciles, haciéndole fiestas. Lamieron sus manos y comieron la carne que les ofreció. Sonrió satisfecho y se dispuso a trabajar.

El chalet grande estaba en el centro del terreno, que medía más o menos unas dos hectáreas; bien alejado de la calle y de la casa de los cuidadores. Podía estar tranquilo, nadie lo escucharía. Trepó con mucha agilidad por la reja del ventanal del frente y subió al techo de tejas, mojado por el rocío de la noche. Aunque aún no había escarcha, estaba bastante resbaladizo. Caminó con mucho cuidado balanceando el peso de la bolsa con las herramientas. Llegó a la chimenea gigante que coronaba el ala delantera, y preparó sus elementos de trabajo. Con una maza y un cortafierro cortó los pequeños pilares que sostenían la tapa a dos aguas, que evitaba que el agua de la lluvia penetrase en ella. Una vez suelta, la empujó para que se deslizara por el declive del techo. Cayó con lentitud. El ruido del golpe contra el piso de lajas del patio lo sobresaltó. Había calculado que caería sobre un cantero repleto de espesas plantas ornamentales, pero no fue así. Escuchó con atención, pero al recordar que nadie podía oírlo, hizo un gesto de suficiencia. Fue muy sencillo, -pensó- ahora me meto y salgo por la estufa del living. Una vez que agarre todo lo que pueda llevarme, saldré tranquilamente por la puerta de adelante. Estaba alegre, todo lo había salido bien, tan bien como lo había planeado. Se dejó caer con mucho cuidado, sosteniéndose de las paredes, anchas lo suficiente como para contener su cuerpo delgado. Todo seguía bien, muy bien…

De pronto el plano se inclinó; sus piernas resbalaron sobre una superficie lisa y se deslizaron de golpe hacia abajo. Se hundió hasta la cintura. Por un momento quedó aturdido, ¿qué había pasado? Si todo estaba calculado a la perfección, cuidando cada detalle… ¿qué había salido mal? Quiso zafar de esa posición y sus piernas se metieron más en el hueco. Ahora lo comprendía: la chimenea tenía un pulmón de chapa. No era recta, como él creía…

Intentó pensar, no desesperarse. Giró sobre sí mismo con un esfuerzo brutal que lo dejó agotado. Descansó un rato y empezó a intentar subir. Imposible. Sus manos se desgarraban y no se movía ni una pulgada del lugar donde había quedado atrapado.

Dios mío -murmuró asustado- no me des este castigo tan tremendo… ¡Hacé que pueda salir de aquí y te juro que jamás volveré a robar…!

Trató de rezar, pero no se acordaba de ninguna plegaria. Estaba como perdido, obnubilado, su mente no le respondía. Comenzó a gritar con todas sus fuerzas. Ya no se acordaba que la distancia de la casa hasta la calle, o hasta la vivienda de los caseros, era considerable y nadie lo escucharía. El frío comenzó a hacerse sentir. Temblaba y gemía. Ya no gritaba: sabía que era inútil. Pero aún podía pensar que ojalá, cuando amaneciera, alguien entrase a la casa para poder pedirle ayuda. Comenzó a llorar. Quiso pensar en su familia, recordar momentos buenos o malos, que había vivido con ellos y no pudo. Se durmió. O tal vez, perdió el sentido.

Cuando salió el sol, abrió los ojos. Estaba aterido. Trató de moverse y comprobó una vez más, que no podía. Las piernas ya no le dolían, estaban hinchadas e insensibles. Pero las manos, sucias de hollín y cubiertas por las heridas que se había hecho al tratar de escalar a pared de la chimenea, le causaban un dolor terrible. Volvió a gritar de a ratos, pero nadie respondía a su llamado. Trató otra vez trepar, pero sólo consiguió que sus manos se destrozaran aún más y más. Las horas pasaban lentas, ya no tenía noción del tiempo transcurrido. Empezó a oscurecer, y entonces se resignó. No entendía si era su culpa; o si ése, había sido siempre su destino. Lo que sí sabía, es que iba a morir allí.

Pasaron los días y el cuidador, atareado en otros menesteres, no entró al chalet. Una mañana, muy temprano, fue a abrir las ventanas para ventilar, porque el patrón vendría con la familia el fin de semana largo que se aproximaba. Abrió la reja y la puerta trasera y un olor nauseabundo que salió de la casa, lo impulsó de inmediato hacia atrás. Corrió a buscar a su mujer, gritando desesperado:

-¡Vieja…! Vení pronto que acá pasa algo espantoso. ¡Hay un olor a podrido terrible!

Su esposa lo miró asombrada y corrió con él hasta la casa. No pudo entrar, cuando respiró una bocanada de aire sintió náuseas y tuvo que apartarse a vomitar. El olor era insoportable. Entonces el casero llamó al propietario de la casa por teléfono:

-Oiga patrón, ¡tiene que venir enseguida para acá! Es urgente, en la casa grande hay olor a podrido.

-¿Qué decís José? ¿Olor a podrido? ¿Olor a qué?

-Olor a muerto, patrón…

López Iribarne quiso explicarle a su empleado que con seguridad se trataba de algún animal que había quedado dentro de la casa la última vez que la usaron. Le preguntó si afuera estaban todos los perros y los gatos, pero el pobre hombre no podía entrar en razones. Le gritaba que fuera ya mismo, que no se trataba de ningún animal, que había olor a cristiano muerto, él lo sabía muy bien, no podía equivocarse.

-Pero José, no puede ser… ¿qué me estás diciendo? ¿Acaso vos dejaste entrar a alguien sin mi permiso?

-No patrón; ¿cómo se le ocurre que voy a hacer algo así? Parece mentira que después de tanto tiempo que me conoce me diga eso. Yo jamás lo haría…

José estaba, además de asustado, furioso por la duda de su patrón.

-¡Está bien hombre! Tranquilo por favor, ya voy para allá. Mientras tanto llamá a la policía y a los bomberos. ¡No me explico qué habrá pasado!

Cuando todos estuvieron listos, llamaron a dos vecinos como testigos y entraron. Los bomberos tenían máscaras, pero los demás, tuvieron que taparse la nariz con un pañuelo. La sorpresa fue grande, porque no encontraron nada; pero el terrible e inconfundible olor, seguía allí. Uno de los agentes de la policía se acercó a la chimenea y asomándose a su interior, dijo:

-Parece que viene de aquí, pero no se ve nada…

Entonces decidieron subir al techo. Una vez arriba, comprobaron que faltaba la tapa de la chimenea. Se asomaron y el cuadro que presenciaron fue tan terrible, que esos hombres jamás lo olvidarán. Lo que encontraron allí, en algún momento había sido un ser humano. Ahora era una masa informe y podrida. Fue necesario voltear la pared para sacarlo, porque estaba tan hinchado que de otra manera, hubiera sido imposible. El cuerpo se deshizo en pedazos que tuvieron que recoger con una pala.
A pesar que eran hombres acostumbrados a encontrarse con la muerte, nadie se atrevía a hablar. Estaban demasiado horrorizados por lo que estaban viendo. En medio del silencio, un bombero se atrevió a hacer un comentario:

-Alguien que quiso entrar a robar… Le salió mal el asunto… ¡Éste, no lo intenta más…!

Marga Mangione

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2 comentarios:

Soledad Sánchez Mulas dijo...

Un relato estremecedor y cautivador a un tiempo... máxime teniendo e cuenta de que se trata de un hecho real. En mi ciudad ocurrió un caso similar, quedando el ladrón atrapado en el conducto del aire acondicionado, dónde la policí lo detuvo (vivo, eso sí, aunque maltrecho).

Un placer leerte.

Soledad.

Soledad Sánchez Mulas dijo...

(obviamente: policía)