jueves, 21 de febrero de 2008

EL SONIDO DEL SILENCIO


Recomendación especial del Jurado por su Calidad Literaria
AYSAND – Asociación de Apoyo y Servicios a Niños con Dificultades
VII Concurso Literario Internacional
Dr. “Santiago Antonio Vera” – año 2007

No sabía por qué se encontraba en ese lugar, pero sí sabía dónde estaba; era un hospital. Pensaba que era una habitación muy grande, de esas que tienen diez, o doce camas, cinco o seis colocadas de cada lado, debajo de unos enormes ventanales.
Las voces y los ruidos hacían que se mantuviera alerta durante todo el día. Escuchaba conversaciones a su alrededor. A veces, alguno de los visitantes de los enfermos de las otras camas, se acercaba y murmuraba algo. Por lo general, sintiendo lástima por él. ¡Pobre pibe! ¿Todavía no se despertó? ¿Qué le pasó? Y el vecino de al lado contestaba: ¡Qué se yo! Lo trajeron así. Un accidente tal vez…
Las enfermeras que lo higienizaban y le cambiaban el suero, le hablaban, pero él, no les contestaba. No podía hablar, no sabía cómo hacerlo. Tampoco podía abrir los ojos.
Nadie lo visitaba nunca. ¿Sería que tal vez su familia no se había enterado que estaba allí? O quizás no tenía familia. Trataba todo el tiempo de recordar qué le había pasado, pero era en vano, no recordaba nada.
Los días pasaban; monótonos, largos, interminables. Los primeros en los que tomó conciencia de que estaba internado en un hospital, los pasó desesperado, escuchando los ruidos, las voces, tratando de abrir los ojos, de gritar sus dudas, sus dolores, su angustia. Pero era inútil. Sentía el roce de las manos acomodando su cama, lavándolo, el murmullo de las voces penetraba en su cerebro enloqueciéndose. Lo peor eran las noches, cuando todo quedaba en total y absoluto silencio por horas y horas.
Hasta que empezó a reconocer un ruido: era el goteo de una canilla. Pensó que su cama estaba ubicada al lado del baño. Sí, tenía que ser así, porque se acordaba que alguna vez estuvo visitando a alguien internado en el Hospital Fiorito de Avellaneda, y la habitación era de las dimensiones que se imaginaba tenía ésta. Antes de ingresar a esa sala, había un baño que usaban los enfermos que podían levantarse, y los familiares que se quedaban a cuidarlos.
La canilla goteaba exactamente cada segundo, de cada hora, de cada noche. Siempre igual, eternamente igual. Hasta que ese ruido comenzó a hacerse diferente. Prestó atención; ya no eran gotas cayendo monótonas sobre la superficie de una pileta. No, ahora las gotas le hablaban. ¿Se estaría volviendo loco?
Comenzó a darse cuenta una madrugada, mientras trataba de sacudir la niebla que cubría sus sentidos aletargados. Lo había despertado la voz de la enfermera nocturna, preguntándole a uno de los enfermos si necesitaba algo. Supo que todavía era de noche, porque la que hablaba era Lila, y ella se iba a las seis de la mañana. Las que estaban durante el día eran muy eficientes, pero trabajaban casi mecánicamente. En cambio Lila se tomaba el tiempo necesario para ser cariñosa con todos. A él siempre le hablaba con dulzura, y en esos momentos sentía una pena inmensa por no poder contestarle y agradecerle sus cuidados, pero le encantaba escucharla.
Cuando la muchacha se fue, volvió a oír las gotas hablándole. ¿Qué le decían? Escuchó atentamente en medio del silencio casi sepulcral que reinaba en ese lugar y a esa hora. Ahora oyó claramente: Juan…, Juan…, Juan… ¿Sería ese su nombre…?
Pensó que si las gotas le hablaban, podría preguntarles si sabían quién era, y un montón de cosas más. Pero, ¿cómo lo haría, si no podía hablar? Entonces las gotas le contestaron:
-Tranquilo Juan. No necesitas hablar. Nosotras escuchamos tus pensamientos, y te vamos a ayudar…
Me llamo Juan, decidió. Y le agradeció mentalmente a las gotas. ¿Qué me pasó? Siguió preguntando con el pensamiento, y las gotas seguían hablando: tac…, tac…, tac…
Moto. -escuchó- ¡Yo andaba en la moto! ¡Me habré caído, o tal vez me atropellaron! ¡No puedo recordar! Una lágrima se deslizó desde su ojo a la comisura de sus labios. Las gotas le dijeron: tac…, tac…, tac…
Está bien, -dijo- no voy a llorar, ¡pero ayúdenme por favor…!
Y las gotas decían: tac…, tac…, tac…
Me llamo Juan. Me caí de la moto. ¡No! ¡Me tiraron de la moto! Estoy vivo, pero no puedo hablar, ni moverme, y me duele todo el cuerpo… ¿Tengo familia?
El tac de las gotas le contó que tenía una mamá, una novia y hermanos, pero eso no fue de golpe, pasaron muchas semanas en las que Juan dormía de día y preguntaba de noche. Paulatinamente iba conociendo su historia, pero le faltaba hacer la pregunta más importante: ¿Se salvaría? ¿Volvería a caminar, a hablar? ¿Sabrían su mamá y su novia que estaba allí? Esa noche preguntaría…
El día se le hizo insoportable. Cuando el día acabó, y comenzó a reinar el silencio, buscó el sonido de las gotas y no lo escuchó. Esperó en vano durante muchas horas. Después, en medio de la desesperación oyó la voz de Lila, la enfermera nocturna, que comentaba con el médico de guardia:
-¡Menos mal que arreglaron esa maldita canilla, ya no la aguantaba más!
La penumbra de la habitación no permitió que la enfermera pudiera ver las lágrimas que rodaban por las mejillas de Juan…

Marga Mangione

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