sábado, 16 de febrero de 2008

EL ANÓNIMO


Publicado en el libro de cuentos "Misceláneas"
-Historias para leer una tarde de lluvia-
Editado por ECEI (Editorial Círculo de Escritores Independientes)
de Chacabuco - Provincia de Buenos Aires

Antonio se recostó en la vieja cama de hierro, colocada en medio de esa habitación húmeda y fría que le había prestado su amigo Juan Carlos. Era una antigua construcción rectangular, compuesta por un dormitorio y cocina con un pequeño baño, edificada en forma bastante precaria, a los fondos de un lote aledaño a la casa de su amigo.
Años atrás, la casa de Juan Carlos había estado en medio de una hectárea de tierra, pero al morir sus padres, él se quedo sólo con la casa y el lote donde vivían los caseros, dos viejitos que lo vieron nacer, y que allí habían muerto. El resto de la tierra fue vendido.
Si bien era un lugar bastante deprimente, que había estado abandonado durante más de veinte años, Antonio estaba muy agradecido con su amigo, porque por el momento, no tenía dónde ir.
El invierno había llegado tarde, pero se hacía sentir en ese mes de julio, con todo su rigor. Por la pequeña ventana sin cortinas había visto la escarcha, que como un manto, cubría el césped del enorme jardín, que se extendía hasta la calle.
La tos que tenía desde hacía varios días, lo tenía agotado. Le dolía mucho el pecho y la espalda de tanto toser. Era muy delicado de los bronquios, debido a una neumonía sufrida siendo muy chico, y el frío de esa habitación lo había afectado bastante, pero no le quedaba alternativa. Si Juan Carlos no le hubiera ofrecido ese lugar, tendría que haber ido a la casa de su madre, y era lo último que quería hacer. Ella por ahora no tendría que enterarse que se había separado de Amanda. Las dos se querían de verdad y tenían una relación perfecta. En realidad, parecían madre e hija y no suegra y nuera. Con seguridad, su mamá lo culparía de todo lo que había pasado. Pero por más que se esforzaba, Antonio aún no comprendía lo que estaba pasando entre él y su esposa.
Todo comenzó dos meses atrás, cuando al volver de su trabajo, la encontró con cara larga. No respondió a su saludo y permaneció sentada, con los brazos apoyados sobre la mesa, rígida y seria. Jamás la había visto así.
Vio sobre la mesa un solo plato con comida fría y le preguntó qué le pasaba. Ella por toda respuesta le dijo:

-¿Vos no sabés qué me pasa?

Y él, en realidad, no lo sabía. Volvió a preguntar, pero ante el silencio de Amanda, optó por irse a la cama sin comer. No podía ser nada grave, al día siguiente se enteraría. Estaba seguro de no haber hecho nada que pudiera haber enojado a su mujer. Al menos, esta vez…
Pasaron varios días de silencio entre los dos. Antonio, por amor propio, no volvió a preguntar. Ella hacía los quehaceres de la casa, le cocinaba, pero no se sentaba a la mesa con él. Hasta que un día, harto de esa situación, la enfrentó y le exigió que le dijera qué estaba pasando.
Amanda repitió la misma respuesta, pero Antonio, furioso, hizo algo que jamás se había atrevido a hacer en toda su vida de casados. La tomó de un brazo y la sacudió con violencia preguntándole:

-¿Me podés decir de una buena vez qué demonios te pasa?

Por toda respuesta, Amanda abrió un cajón del modular del comedor, sacó un pequeño sobre blanco y lo arrojó sobre la mesa.
Antonio lo abrió y al leerlo, la sorpresa se reflejó en su rostro. Con letra clara y pareja decía:

“Tu marido te engaña con alguien que vos, ni imaginas. Síguelo, vas a ver que es un canalla. Cuando te enteres, no lo vas a poder creer”

Y firmaba: “una amiga”

Al principio se quedó mudo. Luego se echó a reír y exclamó fingiendo enojo:

-¡Parece mentira que alguien tan inteligente y moderna como vos, haga caso de esta porquería!

Pero ante el gesto de rabia de su mujer, lo tomó en serio y trató de explicarle que eran mentiras, que él no tenía nada que ver con nadie. Se lo dijo de mil maneras, pero fue inútil; Amanda no le creyó. Es más, en ese mismo momento le pidió que se fuera de la casa.
No lo podía creer… ¡Cómo podía pedirle que se fuera de “su” casa! ¡Cómo iba a marcharse de esa casita pequeña, pero hermosa, que era su nido de amor! La habían comprado al casarse planeando edificar otras habitaciones para ampliarla cuando tuvieran hijos. Pero los hijos no llegaron jamás, así que no se preocuparon por agrandarla. ¡Era su orgullo, su más preciado tesoro y no quería irse!
Rogó, suplicó, insultó, pero todo fue en vano. Amanda le dijo que no quería volver a verlo. Quiso quedarse, al menos por esa noche y dormir en un sillón del comedor, pero su mujer se negó a que permaneciera allí un sólo minuto más. Y así se lo hizo saber:

-¡No quiero verte nunca más! ¡Nunca más! ¿Me entendés? -le dijo furiosa- ¡Andáte ahora mismo!

Él no comprendía tanto enojo por un simple anónimo, seguro lo habría mandado alguien envidioso de la felicidad de ambos. Además, ella siempre había sido tan dulce, tan cariñosa y comprensiva, ¿por qué ahora no entraba en razones? ¿Estaría alguien llenándole la cabeza en contra suya? No podía comprenderlo.
Mientras él la observaba, mudo de asombro, Amanda entró al dormitorio y salió con una valija que arrojó a sus pies.

-¡Aquí tenés tu ropa! -le gritó con desprecio- Cuando necesites otra cosa, la venís a buscar. Pero antes llamá por teléfono.

Fueron las últimas palabras que su esposa le dirigió.
Ahora, mientras está en la cama, cuando los accesos de tos se lo permiten, Antonio piensa cuántas veces engañó a su mujer. Fueron tantas, que ni él mismo se acuerda. Hasta con una prima de ella, tuvo una aventura amorosa. Breve, pero aventura al fin. De todas maneras, había terminado y Patricia vivía en el sur desde hacía muchos años, no podía ser la autora del anónimo. También con dos compañeras de la fábrica salía de vez en cuando. Nada serio, sin compromisos ni obligaciones. Era como una gimnasia que les permitía luego tener mejor relación sexual con sus parejas. Lo hacían cuando tenían ganas y después, cada uno a su casa, sin culpas, ni remordimientos. Eran minas derechas, jamás escribirían una carta tan infame. Se jugaba la vida apostando a ello.
De a ratos se duerme, pero la tos vuelve a despertarlo. ¡La pucha! -piensa esos momentos- Cuando venga Juan Carlos le voy a pedir que me compre el antibiótico y después se lo pago.
¡Encima estaba sin un peso! Ya que en la fábrica lo habían suspendido por diez días, pues con los nervios alterados como los tenía, se había mandado un montón de macanas, y hasta la próxima quincena, no le iban a pagar.
¡Justo en esa época, en la que estaban echando gente de todos lados! Lo único que le faltaba era quedar en la calle, y sin trabajo.
¿Qué habría pasado con Amanda? Tal vez si su amigo la fuese a buscar y ella lo veía tan enfermo y en esa habitación tan deprimente, lo perdonaría y lo aceptaría de nuevo en su casa. Tendría que pedirle a Juan Carlos para contarle lo mal que estaba…
¿Y si la hacía llamar por su madre? No… pues tendría que explicarle muchas cosas, rogarle que la fuera a ver a su mujer y le pidiera que lo perdonase. Pero ella, seguramente se pondría del lado de Amanda. Entonces se dio cuenta que no podría hablar con su madre. Por primera vez, comprendió que le tenía miedo, que siempre le había tenido miedo. Recordó a su padre, muerto hacía ya tantos años… ¡Él también le tenía miedo a su madre! Nunca se había atrevido a contradecirla y le había enseñado a su hijo a hacer lo mismo para no tener problemas. Su padre… ¿había sido un cobarde, o también había tenido una doble vida? En todo caso, él no era menos cobarde. ¿Cómo podía ser que recién en ese momento se hubiese dado cuenta de lo peligrosa que había sido su madre en su vida? ¡Tal vez el tener tantas historias con mujeres, había sido una especie de desquite… -pensó disculpándose a sí mismo- Pero después se dijo que era mejor no ocupar la mente en algo que ya no tenía remedio, y comenzó a recordar lo felices que fueron siempre con su mujer. Eran pobres, pero nunca les faltó nada. Hasta se tomaban vacaciones todos los años: iban al hotel que el sindicato tenía en Mar del Plata y lo pasaban muy bien. Tenían buena onda y buena cama, se querían mucho, ¿qué más se podía pedir, después de diez años de matrimonio? Amanda era muy linda, limpia y trabajadora, la casa parecía un alhajero brillando por todos lados. Cocinaba como los dioses y haciendo el amor, era una reina. Además, siempre estaba muy arreglada y coqueta. ¡No… no se podía pedir más! ¡Qué lástima lo que les estaba pasando por algún maldito envidioso!
Empezó a pensar en las últimas vacaciones. Habían conocido a un matrimonio con el que se hicieron muy amigos… Ella se llamaba Marilú y era una morocha espectacular que le había tirado onda desde el principio. El marido, de nombre Ramiro, un hombre muy serio y formal, era jefe en una fábrica muy importante de la ciudad de Campana y ganaba muy bien. Vivían en un hermoso chalet en Don Torcuato, en la zona residencial. Antonio y Amanda vivían muy cerca, pero en un barrio más humilde. Le había sorprendido que fueran al hotel del sindicato, pero ellos argumentaron que allí siempre los atendían muy bien a menor costo. Por algo tenían dinero. ¡Sabían cuidarlo!
Marilú y Ramiro tampoco tenían hijos. Estaban casados desde hacía muy poco tiempo, y en segundas nupcias. Después de las vacaciones se visitaron a menudo, pues trabaron una linda amistad.
Mientras tanto, Antonio se encontró un montón de veces con Marilú en hoteles de la ruta, donde hacían el amor. Pero, -trató de pensar en medio de un ataque de tos- era imposible que fuese ella la del anónimo, pues siempre lo alertó sobre el peligro de que su marido se enterase de su relación, pues no quería separarse. A menudo le decía que lo quería mucho, porque era muy bueno con ella. A demás con él, si bien en la cama no disfrutaba nada, tenía una vida muy confortable, ¡no cómo con su anterior marido, que la maltrataba y la hacía pasar privaciones!
Se habían cuidado mucho para que no los viesen juntos. Ahora ni siquiera podía llamarla por teléfono para contarle que estaba enfermo. ¿Lo extrañaría? ¿Tendría ganas de verlo y estar otra vez con él? No lo sabía y en verdad, tampoco le importaba. ¡Lo único que quería, era volver con Amanda…!
De a ratos se dormía, pero la tos volvía a despertarlo. Cada vez le dolía más el pecho. Su mente no podía apartarse de ese maldito anónimo y se devanaba los sesos pensando en quién sería el autor… ¡Un hijo de mala madre, con toda seguridad! ¡Si pudiera adivinar el nombre y el motivo que había tenido para arruinarle así la vida…!
¡Qué frío hacía en esa habitación! Juan Carlos le había dado unas frazadas viejas y una estufa eléctrica que no calentaba nada. ¡Ojalá llegase pronto para pedirle que llamara al médico de la obra social! Miró el reloj en su muñeca. Eran las seis menos cuarto y su amigo salía de la fábrica a las seis. Gracias a Dios, no faltaba mucho. Más tranquilo, se volvió a dormir.

A las seis y media Juan Carlos entró como una tromba a la habitación donde estaba Antonio. Gritaba e insultaba a viva voz:

-¡Qué hija de…! Pero por Dios, ¡qué hija de…! Antonio… escuchá lo que acabo de saber. ¡No hubo tal anónimo, la carta la escribió la turra de tu mujer! Me lo contó mi hermana Silvia, hace un rato. Se lo dijo ella misma… ¡Antonio… dejá de mirarme así, podés volverte ahora mismo a tu casa! Amanda se escapó con Ramiro, ese tipo que conocieron en Mar del Plata. Parece que desde las vacaciones se estaban viendo y ahora se fueron juntos. Esta mañana fue la mujer a buscarte a la fábrica. Marilú se llama, ¿no es cierto? Me lo contó Pablo, que estuvo con ella. Pero él no sabía que estabas en mi casa, así que no le pudo informar nada. Según me contó, la pobre mina estaba enloquecida de dolor, ¡parece que lo quería mucho al marido y que no sospechaba nada! ¡Antonio… querés dejar de mirarme así por favor! ¡Contestáme, Antonio!

Pero su amigo ya no lo veía, ni podía contestarle, porque su corazón se había detenido. La tos había terminado su trabajo en esa fría y húmeda habitación…

Antonio nunca se enteró de la traición, ¿o venganza? de su esposa…


Marga Mangione

Todos los textos de esta página
están protegidos por los derechos de autor

No hay comentarios: