martes, 19 de febrero de 2008

CURADA DE ESPANTO

Publicado en el libro de Cuentos "Misceláneas"
(Historias para leer una tarde de lluvia) Editado por ECEI
(Editorial Círculo de Escritores Independientes)
de Chacabuco - Año 2002

La casa de doña Joaquina era el lugar obligado para todos aquellos infelices del barrio y aledaños que sufrían algún esguince, torcedura, o golpe de cualquier índole que afectara sus huesos. Porque doña Joaquina era la curandera del lugar. Pero no vaya a creer que curaba cualquier enfermedad, ¡no...! ¡Ella era "curandera especializada" en huesos!
Recuerdo que una mañana de verano, tendría yo unos ocho o nueve años, jugando con mi hermana menor me di un fuerte golpe en la mano derecha, contra la pared de chapas del galponcito del fondo, (En realidad nos estábamos peleando) al poco rato, mi mano estaba toda hinchada y a la altura de la muñeca, comenzaba a formarse un hematoma de color lila violáceo. Al verla, mi madre se asustó, y por supuesto, me llevó a casa de doña Joaquina, que tendría en ese tiempo, uno sesenta y cinco años, y era, como todas las mujeres de esa época, y a esa edad, una venerable anciana.
Delgada y levemente inclinada hacia adelante, por lo que no podría precisar si era alta o de mediana estatura, tenía los cabellos blancos y los llevaba peinados hacia atrás, atados en un rodete en la nuca. Vestía de negro, pero llevaba encima de la ropa un delantal blanco con pechera, que desde la cintura le llegaba hasta el ruedo de la pollera, larga hasta los tobillos.
Me llamó mucho la atención ver que las mangas de su blusa, remangadas hasta cerca del codo, dejaban ver por debajo una camiseta de un blanco impecable y que su escote, terminado con un voladito bordado, se cerraba debajo de su barbilla. Estaba muy abrigada a pesar del calor que hacía, pero en aquellos años, ¡una abuela, era una abuela! No como ahora, que tenemos mujeres que a los noventa y seis años, todavía bailan el tango, como Carmencita Calderón, o actrices como Lidia Lamaison y María Rosa Gallo, que a los ochenta aún trabajan en televisión y teatro, ¡y qué bien lo hacen! Podría citar un montón de ejemplos como estos en el mundo entero, el más importante: la madre Teresa de Calcuta, que hasta tan avanzada edad luchó en pos de una vida mejor para la humanidad. ¡Y tantas otras! Como Elizabeth Taylor o Liza Minelli, que sin hacer caso a sus muchos años, vuelven a contraer nuevos matrimonios. Pero doña Joaquina era una anciana hecha y derecha. Seria, soberbia y altiva. Miraba como si todo el mundo estuviese por debajo de sus ojos.
Cuando llegamos a su casa, nos hicieron sentar en un gran banco como los que hay en las plazas, colocado en una galería que daba a un jardín lleno de plantas y flores. A pesar del dolor de mi mano y el miedo que sentía, pues no sabía qué me iba a hacer esa señora, no dejaba de observar todo a mí alrededor.
Siempre fui muy curiosa y me llamó en especial la atención, un enorme jaulón lleno de pájaros que estaba en medio del jardín. Quise acercarme a mirarlo, pero mamá no me dejó. Tal vez porque sabía que a mí nunca me gustaron los pájaros enjaulados y que me hubiera gustado arrimarme con sigilo, abrir la puerta y permitir que todos se escaparan para volar libres. Y que de haberlo hecho, ella me hubiera tenido que dar una gran paliza. ¡Era muy contundente y nada teórica la educación por aquellos tiempos! Se practicaba con el cinturón, o la chinela sobre los glúteos de los niños, ¡porque así aprendían!
Luego de unos minutos de espera, apareció doña Joaquina. Saludó parca y ceremoniosa, y se sentó a mi lado en un pequeño banquito de madera. Después que mi madre le explicara lo que me había pasado, tomó mi mano y la frotó con algo grasoso, (más tarde me explicarían que era unto sin sal, cosa que se usaba entonces para muchas cosas, desde curar el empacho, hasta acomodar un hueso salido de lugar) empezó a hacerlo muy suavemente, por lo cual me relajé y no opuse resistencia alguna. Pero de repente, dio un tremendo tirón a mi mano derecha con su mano izquierda, mientras con la otra sostenía mi antebrazo con firmeza contra su cuerpo. Me tomó por sorpresa su fuerza increíble. El grito de dolor que escapó de mi garganta asustó a los pájaros, que alborotados comenzaron a chillar mientras volaban en forma alocada golpeándose entre ellos o contra el alambre del jaulón.
Doña Joaquina haciendo un gesto de disgusto, sacó del bolsillo de su delantal una venda que colocó en mi brazo, desde los dedos hasta el codo. Luego le dijo a mamá que no era para tanto… que yo era muy mañosa y exagerada… que la mano ya estaba arreglada… ¡y que le dejara lo que pudiera por el trabajo! Luego, dando media vuelta, se metió en la casa sin siquiera saludarnos.
La mano me dolió… y aún hoy, después de más de cincuenta años, me sigue doliendo. El hueso de mi muñeca quedó con una prominencia horrible. El caso es que tendrían que haberme llevado a un sitio donde me sacaran una radiografía, me diagnosticaran correctamente y me colocaran un yeso. Pero mis padres no lo hicieron por maldad, o despreocupación: ¡ellos confiaban en la curandera!
Según supe mucho tiempo después, los huesos de mi mano a la altura de la muñeca se habían abierto por el golpe, pasando un tendón por debajo de ellos. Al cerrarlo, esa “buena señora” que no tenía conocimiento alguno sobre medicina, había dejado el tendón en una posición incorrecta. Al menos ésa fue la única opinión valedera que me dieron, porque desde ese momento, pasé muchos años con distintos tratamientos que me hicieron varios médicos. Uno de ellos, cuando yo tendría dieciséis o diecisiete años, tuvo la brillante idea de colocarme un yeso con un pedazo de placa encima del sobrehueso, (era un trocito de madera prensada, cortada en un cuadrado de cuatro centímetros de lado, que empujaba el hueso hacia abajo) no recuerdo el nombre de ese “genio de la medicina”, pero sí que estuve casi un mes con ese yeso en mi brazo, sufriendo por la picazón que me provocaba por el calor y, que por supuesto, no dio resultado alguno.
Pero ése no fue el único motivo por el cual no me olvidé jamás de doña Joaquina. En el barrio vivía un señor llamado Tomás Bogado, al que todos le decíamos “el borracho”. Pasaba los cincuenta y trabajaba de lunes a sábados en la fábrica de vidrio, principal fuente de ingresos de la ciudad, como sereno. Tenía un horario fijo: tomaba servicio a las veintidós, y salía a las seis de la mañana del día siguiente. Los domingos se quedaba en el trabajo hasta la hora en que abrían el boliche de la esquina de casa. Llegaba a eso de las nueve y se instalaba en una mesa al lado de la vidriera. Sin hablar con nadie, bebía caña o ginebra hasta el mediodía, momento en el que se levantaba con gran dificultad, pagaba sus tragos y se dirigía a su casa, donde lo esperaban su mujer y sus hijos para almorzar.
El momento más difícil para el borracho, era cruzar la calle, dado que por ese entonces en el barrio, sólo había asfalto en la avenida principal; y las calles que la cruzaban eran de tierra. Además no había cloacas, por lo que el agua de los desagües de las casas se vertía a la calle en zanjas, y luego corría hacia el asfalto, estancándose en el cordón de la vereda, donde siempre se formaba un musgo de color verde oscuro muy resbaladizo, al que todos llamábamos “verdín”. Como don Tomás Bogado después de los tragos caminaba con dificultar y apenas podía conservar el equilibrio, muchas veces terminaba tirado en el piso después de un traspié o un resbalón en ese verdín.
Pero era duro el hombre... y si se lastimaba, jamás nos enteramos. Hasta ese domingo de primavera en el que brillaba el sol. A mediodía, más borracho que nunca, don Tomás salió del boliche rumbo a su casa. Bajó el cordón de la vereda sin problemas, pero luego tuvo que enfrentarse al opuesto, al que debía subir. Allí había más o menos un metro y medio de agua, porque la noche anterior había llovido, y aún no se había escurrido.
Estuvo dando vueltas, levantando alternativamente un pie y el otro, sin animarse a saltar el charco. Su mente obnubilada le impedía razonar, ya que si daba la vuelta sobre la avenida, hubiera podido subir a la vereda más adelante, donde casi no había agua. Sabe Dios qué pensamientos cruzaban por su cabeza. Su mirada turbia en sus ojitos achicados, estaba fija en el charco. De pronto tomó coraje y saltó, pero con tal mala suerte que fue a caer en medio del agua podrida. Instintivamente colocó sus manos por delante y el golpe contra la vereda fue muy fuerte. Debe haber sufrido un dolor terrible, pues un grito desgarrador alertó a los parroquianos que estaban en el boliche y todos salieron presurosos a ver qué había ocurrido.
Bogado no podía levantarse. El dolor de sus manos le impedía apoyarse para poder, al menos, sentarse. Además sus piernas estaban en el agua y se resbalaban continuamente, lo que lo hacía patalear sin cesar. En ese momento llegó el “loco” Martínez, un deficiente mental que medía casi dos metros de altura. Era tranquilo y servicial. Desde niño se pasaba el día ayudando al dueño del almacén contiguo al boliche, a cambio de algunas monedas. Se acercó al borracho que era de mediana estatura pero robusto y pesado, y sin decir agua va lo tomó por debajo de los brazos, lo levantó en el aire sin ningún esfuerzo aparente, como si se tratase de un muñeco de trapo, y lo sentó en el umbral de la panadería de la esquina. Dicen que el loco era capaz de correr, él sólo, la heladera del carnicero repleta de carne.
Ante la mirada de todos los curiosos, el borracho comenzó a gemir y a lloriquear mirándose las manos que ya comenzaban a hincharse. Don Julián, el dueño del boliche que se había acercado al oír el alboroto, le pidió al loco que se lo llevara a doña Joaquina. Pero antes, el panadero les permitió entrar para que lo limpiasen un poco, porque el hombre era un desastre. Como la esposa de Bogado era cliente de la panadería, y además, una mujer muy buena y querida por todo el barrio, muchos aguantaban o ayudaban a su marido, que a veces se ponía bastante pesado cuando tenía tantos tragos de más.
Cuando Martínez golpeó las manos, en casa de la curandera estaban almorzando. Doña Joaquina tenía dos hijos casados, que con sus respectivas esposas y varios hijos vivían allí con ella. Salió uno de los chicos, y les pidió que esperasen a que la abuela terminara de comer; pero los gritos de Bogado hicieron que la vieja saliese a ver qué pasaba. Cuando le vio las manos, enseguida acercó el banquito y el unto sin sal y se aprontó a “arreglarle” los huesos al “paciente”, como llamaba a todos los que llegaban a consultarla. (A decir verdad, creo que a alguno habrá curado, porque la fama de doña Joaquina como curandera era muy grande. Venía gente desde muy lejos para atenderse con ella) Pero conmigo y con Bogado, se equivocó fiero… El hombre tenía dislocada la muñeca izquierda, que la vieja acomodó sin inconvenientes, mientras el loco lo sostenía inmovilizado, recibiendo a cambio gruesos insultos. Una vez que tuvo puesto el vendaje, como el dolor menguó, ya más tranquilo le entregó a doña Joaquina la mano derecha para que también la compusiera. Pero, lamentablemente esa mano tenía una fractura y en cuanto la mujer efectuó el tirón, el hueso astillado casi atraviesa la carne. El dolor que le ocasionó al pobre infeliz fue tan grande, que enloquecido se levantó y desprendiéndose de las enormes manos del loco Martínez, en medio de gritos e insultos, agarró a patadas todo lo que encontró a su paso.
El caos fue enorme. La vieja, asustada, corrió a esconderse dentro de la casa. El loco quería sostener a Bogado, que fuera de sí seguía dando patadas a diestra y siniestra. En uno de esos golpes pateó el banquito de la curandera que se elevó por el aire y fue a dar de lleno en medio del viejo jaulón, que al parecer tenía una pata medio rota, lo que ocasionó que se desplomara con un gran estruendo, deshaciéndose en pedazos y aplastando todas las plantas a su alrededor. Los pájaros empezaron a escapar emitiendo agudos chillidos. En medio de la polvareda que se levantó, volaban plumas de varios colores.
A pesar de su enorme estatura y su tremenda fuerza, el loco no podía con Bogado. Entonces salieron los hijos de doña Joaquina y tomando un palo cada uno, se abalanzaron furiosos sobre el borracho, quien al verlos se sosegó y emprendió la retirada aullando como un animal herido.
Llegó a su domicilio sucio y desesperado. Entre alaridos, logró explicar lo que le había pasado. Sus familiares lo llevaron a la sala de primeros auxilios. Allí le aplicaron calmantes para luego trasladarlo al hospital, donde tuvieron que practicarle una operación quirúrgica y luego lo enyesaron.
Desde ese día no volvió más los domingos a tomar al boliche de la esquina. Dicen que su mano derecha quedó muy bien, pero no la izquierda, que los médicos ya no pudieron arreglar y que le dolió el resto de su vida.
Este hecho ocasionó comentarios que por muchos años provocaron la risa de la gente. El cuento, corregido y aumentado, circuló en las tertulias familiares y en los bares y clubes del lugar. Hoy ya no viven muchos de los que saben la historia, pero yo lo cuento tal cual sucedió. No sólo fui testigo, fui una de las damnificadas por esa señora que se dedicaba al ejercicio ilegal de la medicina, manteniendo con ello a dos hijos vagos que no salían a trabajar. A sus nueras que la atendían como si se tratara de una diosa griega y a un montón de nietos presumidos que nos miraban en la escuela como a sapos de otro pozo. ¡Y todo eso a costillas de los que confiaban en ella!
Desde aquel día, doña Joaquina la curandera, curada de espanto, se retiró y no volvió a atender jamás a nadie. Eso me provocó una gran alegría y aunque mi mano derecha me la recuerda siempre, también me acuerdo con gran satisfacción de don Tomás Bogado, que se encargó de ejecutar contra esa bruja, la venganza que muchos otros no nos atrevimos a llevar a cabo…

Marga Mangione
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