sábado, 9 de febrero de 2008

LAS LENTES DE AUMENTO

Mención de Honor
Centro Cultural Belgrano R
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Año - 2005


Cuando Rogelio compró la casa, pensó que a su mujer no iba a gustarle. Preocupado por convencerla para irse a vivir allí de inmediato, le prometió que la arreglaría un poco al principio y luego, cuando ya estuvieran instalados, podría realizar modificaciones para hacerla más cómoda y confortable.
El señor de la inmobiliaria era un tipo extraño, pero muy buen vendedor. Lo había seducido de inmediato, persuadiéndolo de la conveniencia de adquirirla. Además de ponderar todas las virtudes de la vivienda, le dijo que los muebles antiguos de fina madera que tenía en todos los ambientes, estaban incluidos en el precio, que le haría un buen descuento por pago al contado, y que le garantizaba la excelente calidad de los materiales que se habían utilizado en la construcción, dándole su palabra de reemplazarlos en caso de que hubiese algún problema. Sin pérdida de tiempo, Rogelio sacó el dinero que tenía ahorrado en el banco, y realizó la compra.
La casa estaba un poco alejada del centro del pueblo, pero eso no sería inconveniente. No necesitaban salir para ir a trabajar. Su mujer era una afamada modista y cosía para las casas de moda más importantes de la Capital. Le traían las telas y los modelos a domicilio, y también allí los iban a retirar una vez confeccionados.
Él fabricaba lentes, y lo haría en el sótano, donde también almacenarían los víveres para el invierno, ya que en San Cristóbal la época invernal era cruenta y difícil. A veces la nieve se acumulaba en los caminos y era imposible trasladarse al pueblo para proveerse de lo necesario para subsistir.
Se mudaron a mediados del verano, con tiempo suficiente para prepararse para el largo invierno. Rogelio hizo acopio de leña para la estufa, acondicionó las habitaciones, limpio y pintó de colores claros las paredes y preparó el gran living para que su mujer cosiera a gusto. Puso la máquina de coser frente a la ventana, para que tuviese buena luz, y a un lado de la estufa, para que no pasara frío. Los tenderos tenían grandes automóviles provistos con neumáticos a prueba de hielo y nieve, por lo tanto, no habría problemas para recibir las telas, y entregar luego las delicadas y finas prendas que Francisca confeccionaba. Gracias a Dios, ella no había puesto reparos. Al contrario, la casa le había gustado y manifestaba estar muy cómoda allí. Rogelio se sentía feliz como nunca antes en su vida.
El sótano era amplio y estaba bien iluminado por medio de dos ventanas fijas con vidrios dobles, ubicadas sobre una de las paredes, cerca del techo. Estaban orientadas hacia el norte, por lo que en los días soleados, durante toda la tarde tenían mucha luz. A veces, la nieve las cubría, y era imprescindible palearla para poder trabajar durante el día, sin consumir demasiada electricidad. Pero a Rogelio esto no le causaba problemas. Como también poseía una enorme chimenea que lo mantenía caldeado, instaló allí sus herramientas y trabajaba cantando todo el día, mientras fabricaba las lentes. Cónicas, convexas, para anteojos, para máquinas fotográficas, microscopios, o para delicados instrumentos de cirugía.
Por las noches, después de la cena, el matrimonio comenzó a leer libros de una hermosa y bien provista biblioteca que estaba en el comedor. La habían heredado del dueño anterior, a quien, según el señor de la inmobiliaria, no le interesaban. Cuando el martillero observó que Rogelio los miraba asombrado, se apresuró a decirles que si no los querían, podían sacarlos a la calle. Pero ellos, encantados de poseerlos, habían agradecido el precioso regalo. Eran ediciones muy antiguas, con hermosas ilustraciones y textos apasionantes.
Comenzaron por los libros que estaban en los estantes de abajo. Y luego, sin prisa y sin pausa, continuaron hacia arriba. Pasaron los días, los meses y, mientras más ascendían en los estantes, más pequeñas les parecían las letras de los libros, por lo que debieron usar lentes de aumento para poder leerlos.
Pero muy pronto esas lentes fueron insuficientes. Quizás se debía a que en realidad las letras eran cada vez más chicas, o tal vez, la vista de ellos iba disminuyendo, por lo que Rogelio decidió fabricar dos enormes lupas.
Por nada del mundo deseaban abandonar la lectura; los textos resultaron tan interesantes, que ya no leían sólo por las noches; lo hacían durante todo el día. Estaban tan fascinados con esos libros, que no tenían tiempo, ni voluntad, para hacer otra cosa.
Poco a poco fueron abandonando sus tareas habituales. En consecuencia, cuando sus patrones, o los eventuales clientes, iban a buscar los trabajos que habían encargado, se encontraban con excusas del matrimonio, que postergaba la entrega, prometiéndola indefectiblemente para la semana siguiente, pero jamás cumplían. Al poco tiempo, cansados de ir en vano, ya no regresaron. A ellos no les preocupó esto, al contrario, se alegraron de poder contar con más tiempo para la lectura. Ya volverían a trabajar al concluir de disfrutar ese maravilloso tesoro literario.
Rogelio terminó de pulir las lupas. Rebosante de alegría llamó a su esposa, y ambos se instalaron cómodamente al lado de la chimenea, llevando en sus manos dos hermosos ejemplares que habían tomado del estante superior. Eran los últimos. Ya no quedaba ningún otro libro para leer en esa biblioteca. Estaban contentos, ya que una vez finiquitada la lectura, podrían recuperar su vida normal.
Los libros tenían tapas de cuero color marfil. Tal vez eran las obras completas de algún autor, o formaban parte de una colección, porque eran idénticos. El título era muy atrayente; resaltado en letras doradas decía: “El Duende del libro”, y eran los tomos I y II. Sonrientes y satisfechos, los abrieron y se dispusieron a leer. Por un instante clavaron la vista en el libro que cada uno tenía sobre las rodillas. Luego levantaron sus rostros y se miraron con los ojos desorbitados por el asombro.
¿Viste eso? -se preguntaron uno al otro- Pero ninguno logró contestar. La mano del duende del libro los había atrapado, y ambos, atravesando las lupas, pasaron a ser otra figura decorativa en las páginas de los antiguos libros.
Pocos días después, el extraño señor de la inmobiliaria, volvió a colgar el cartel de venta en el frente de la vieja, y no menos extraña casa...
Marga Mangione

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